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Transcript

Somos el producto de lo que los otros han irradiado de sí o perdido, pero creemos que somos nosotros. (...) Yo siento que me hice del roce de tanta gente: de la monjita, de la amiga de buen gusto, del tío abuelo casi emparedado, del chico de los pájaros, del beso, de la caricia, del insulto, del amigo que se nos insinuó, del que nos advirtió, del que callado apretó los dientes y sentimos aún la mordedura...

Todos, todos. Somos lo que nos han hecho, lentamente, al correr tantos años.

Memoria de la melancolía María Teresa León

Me llamo Manolito García Moreno, pero si tú entras a mi barrio y le preguntas al primer tío que pase: –Oiga, por favor, ¿Manolito García Moreno? El tío, una de dos, o se encoge de hombros o te suelta: –Oiga, y a mí qué me cuenta. Porque por Manolito García Moreno no me conoce ni el Orejones López, que es mi mejor amigo, aunque algunas veces sea un cochino y un traidor y otras, un cochino traidor, así, todo junto y con todas sus letras, pero es mi mejor amigo y mola un pegote. En Carabanchel, que es mi barrio, por si no te lo había dicho, todo el mundo me conoce por Manolito Gafotas. Todo el mundo que me conoce, claro. Los que no me conocen no saben ni que llevo gafas desde que tenía cinco años. Ahora, que ellos se lo pierden. Me pusieron Manolito por el camión de mi padre y al camión le pusieron Manolito por mi padre, que se llama Manolo. A mi padre le pusieron Manolo por su padre, y así hasta el principio de los tiempos. O sea, que por si no lo sabe Steven Spielberg, el primer dinosaurio Velociraptor se llamaba Manolo, y así hasta nuestros días. Hasta el último Manolito García, que soy yo, el último mono. Así es como me llama mi madre en algunos momentos cruciales, y no me llama así porque sea una investigadora de los orígenes de la humanidad. Me llama así cuando está a punto de soltarme una galleta o colleja. A mí me fastidia que me llame el último mono, y a ella le fastidia que en el barrio me llamen el Gafotas. Está visto que nos fastidian cosas distintas aunque seamos de la misma familia.

Manolito GafotasElvira Lindo

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño. [...] Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo: - No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número. Después, como si pensara en voz alta: - Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

El libro de arena Jorge Luis Borges

El hallazgo afortunado de un buen libro puede cambiar el destino de un alma.

biografía

frases

Marcel Proust (1871 - 1922)

Cada libro, cada volumen que ves aquí, tiene un alma. El alma de la persona que lo escribió y de aquellos que lo leyeron, vivieron y soñaron con él.Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien baja sus ojos a las páginas, su espíritu crece y se fortalece.

La sombra del viento Carlos Ruiz Zafón (1964 - 2020)

Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis: si con ansia sin igual solicitáis su desdén ¿por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal? Combatís su resistencia y luego, con gravedad, decís que fue liviandad lo que hizo la diligencia. (...)

Sor Juana Inés de la Cruz (México, 1648/1651 - 1695)

Pues bien, En un lugar llamado Mandouro vivían dos hermanas. Vivían solas, en una casa de labranza que les habían dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del Sur. Una hermana se llamaba Vida y la otra Muerte. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres. ¿La que se llamaba Muerte también era guapa?, preguntó preocupado Dombodán. Sí. Bien. Era guapa, pero algo caballuna. El caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían lealmente. Los días de fiesta bajaban juntas al baile, a un lugar llamado Donaire, adonde acudía todo el mocerío de la parroquia…

El lápiz del carpintero. manuel rivas (A Coruña, 1957)

Miércoles 10 de marzo de 1943 Querida Kitty: Anoche tuvimos un cortocircuito, precisamente durante un bombardeo y el ruido ensordecedor de los cañones antiaéreos. No puedo librarme del miedo a los aviones y a las bombas, y me paso casi todas las noches al lecho de papá, buscando allí protección. Es una niñería, lo admito, pero si tú tuvieras que pasar por eso... Los cañones hacen un estruendo ensordecedor. La señora fatalista estaba a punto de soltar las lágrimas cuando dijo, con una vocecita quejumbrosa: - ¡Oh, qué desagradable! ¡Oh, qué estruendo! Lo que quería decir: «Me muero de miedo». A la luz de las velas era menos terrible que en la oscuridad. Yo me estremecía como si tuviera fiebre y suplicaba a papá que encendiera nuevamente la velita. Pero él se mantuvo inflexible: había que permanecer en la oscuridad. De repente empezaron a tirar con las ametralladoras, lo que es cien veces más aterrador que los cañones. Mamá saltó de la cama y encendió la vela, a pesar de que papá refunfuñaba. Mamá contestó con firmeza: -¿Es que tomas a Ana por un viejo soldado como tú? Asunto concluido. ¿Te he hablado ya de los otros miedos de la señora Van Daan?

diario de anna frank refleja la vida diaria de una niña en tiempos de la ocupación alemana de Holanda, entre junio de 1942 y agosto de 1944, y muestra la persecución de los judíos por los nazis.

PARAÍSO INHABITADO ANA MARÍA MATUTE (bARCELONA, 1925 - 2014)

A menudo nos echábamos en el suelo, boca abajo, compartiendo un mismo libro y un mismo trocito de alfombra. Tácitamente elegíamos siempre el mismo tramo, con los mismos dibujos y colores, una mezcla de rombos y círculos azul y marrón. Con los días, llegó a ser un territorio propio, una especie de refugio-cabaña en algún bosque, donde se entraba para trasladarnos a espacios sólo visibles a través de sus palabras, de donde se salía para reincorporarse al mundo exterior. Yo veía aquel trocito de alfombra como puerta, cerradura y llave de un país sólo nuestro. Se abría al entrar, se cerraba al salir. Un secreto tan íntimo que ni siquiera se podía nombrar en silencio, con el libro abierto y compartido. Si era un libro francés y contenía frases que yo, todavía, no entendía bien, él las traducía, con su peculiar pronunciación de erres rotundas, que no eran precisamente las suaves y casi guturales erres francesas. Un día le pregunté: -¿Por qué dices así la erre? -Porque soy ruso.

Mis nervios están locos, en las venas la sangre hierve, líquido de fuego salta a mis labios donde finge luego la alegría de todas las verbenas. Tengo deseos de reír; las penas que de donar a voluntad no alego, hoy conmigo no juegan y yo juego con la tristeza azul de que están llenas. El mundo late; toda su armonía la siento tan vibrante que hago mía cuando escancio en su trova de hechicera. Es que abrí la ventana hace un momento y en las alas finísimas del viento me ha traído su sol la primavera.

Alfonsina storni (1892 - 1938)

Doña Elena me enseñó mucho más que taquigrafía y mecanografía en la primavera dorada de mi ignorancia, y después, cuando dejé de ser inocente, me enseñó más cosas todavía. Me descubrió quién había sido Ulises y quién había sido Newton, quiénes fueron El Cid y Almanzor, por qué había habido una guerra que había durado cien años y que un músico llamado Wolfgang Amadeus Mozart terminó una misa de réquiem en la última noche de su vida. Me enseñó poemas y romances, canciones y letrillas, refranes y adivinanzas, y muchas palabras en muchos idiomas distintos pero, sobre todo, me enseñó un camino, un destino, una forma de mirar el mundo, y que las preguntas verdaderamente importantes son siempre más importantes que cualquiera de sus respuestas. —How do you do, Paquito? —¡A mí déjame de francés! —Que no es francés, que es inglés, animal... —Desde luego, Canijo, es que ya no se puede ni hablar contigo, de lo raro que te estás volviendo. Era verdad que me estaba volviendo raro, y lo más raro era que me gustaba. Nunca me había sentido tan bien como en aquellos días, cuando no hacía falta que madre me castigara sin salir ni al patio, porque yo mismo prefería quedarme en casa leyendo si no podía ir al molino a ver al Portugués, ni recorrer, solo o con él, por un camino o por otro, la distancia que me separaba de la casilla vieja. Entonces, mientras ascendía por el espacio atravesando nubes de estrellas, o descendía hasta el magma incandescente de las profundidades del planeta, las novelas de Julio Verne que doña Elena me prestaba eran mucho más que libros, toda una garantía de la privilegiada condición de un niño muy bajito que nunca antes había tenido motivos para sentirse afortunado, un elemento de continuidad entre mis dos vidas, el túnel secreto que vinculaba las desnudas paredes de mi habitación de la casa cuartel con las cajas de fruta que albergaban una biblioteca viva y escogida en una pobre casilla de paredes encaladas.

EL LECTOR DE JULIO VERNE

Almudena Grandes (1960 - 2021)

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

edgar allan poe (1809 - 1849)

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

edgar allan poe (1809 - 1849)

Gabriel García Márquez (1927 -2014)

Vivir para contarla, 2002.

Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores. El que se lo dijo le advirtió: «Vaya con cuidado porque son locos de remate». Llegó a las doce en punto. Se abrió paso con su andar ligero por entre las mesas de libros en exhibición, se me plantó enfrente, mirándome a los ojos con la sonrisa picara de sus días mejores, y antes que yo pudiera reaccionar, me dijo: —Soy tu madre. Algo había cambiado en ella que me impidió reconocerla a primera vista. Tenía cuarenta y cinco años. Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta y por lo menos otros tantos amamantando a sus hijos. Había encanecido por completo antes de tiempo, los ojos se le veían más grandes y atónitos detrás de sus primeros lentes bifocales, y guardaba un luto cerrado y serio por la muerte de su madre, pero conservaba todavía la belleza romana de su retrato de bodas, ahora dignificada por un aura otoñal. Antes de nada, aun antes de abrazarme, me dijo con su estilo ceremonial de costumbre: —Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa.

Relatos autobiográficos

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