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Libro de lectura: Narnia
Irati Muruaga
Created on March 19, 2022
Irati Muruaga
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Transcript
El sobrino del magoC. S. Lewis
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ÍNDICE:
Día 1: La puerta equivocada
Día 2: Digory y su tío
Día 3: El Bosque entre los Mundos
Día 4: La campana y el martillo
Día 5: La Palabra Deplorable
Día 6: El principio de los problemas del tío Andrew
Día 7: Lo que sucedió ante la puerta principal
Día 8: La pelea junto al farol
Éste es el relato de algo que sucedió hace mucho tiempo, cuando tu abuelo era un niño. Es una historia muy importante porque muestra cómo empezaron todas las idas y venidas entre nuestro mundo y el de Narnia. En aquellos tiempos Sherlock Holmes vivía aún en la calle Baker y los Bastable buscaban tesoros en Lewisham Road. En aquellos tiempos, los niños tenían que llevar un rígido cuello almidonado a diario, y las escuelas eran por lo general más desagradables que hoy en día. Aunque las comidas eran mejores; y en cuanto a los dulces, ¡no quiero ni contarte lo baratos y deliciosos que eran, porque sólo conseguiría que se te hiciera la boca agua en vano! Y en esa época vivía en Londres una niña llamada Polly Plummer.
CAPÍTULO 1La puerta equivocada
La niña vivía en una de las viviendas que, pegadas unas a otras, formaban una larga hilera. Una mañana, mientras estaba en el jardín trasero de su casa, un niño se encaramó desde el jardín de al lado y sacó la cabeza por encima del muro. Polly se sorprendió mucho porque hasta aquel momento no había habido niños en la casa contigua, únicamente el señor Ketterley y la señorita Ketterley, que eran hermanos y solteros, algo mayores ya, y vivían allí juntos. Por ese motivo, la niña alzó la vista, llena de curiosidad. El rostro del niño desconocido estaba mugriento, y no podría haber estado más sucio si el muchacho se hubiera restregado las manos en la tierra, después se hubiera puesto a llorar y a continuación se hubiera secado el rostro con las manos. A decir verdad, aquello era casi exactamente lo que había ocurrido.
- Hola -saludó Polly.- Hola -respondió él-. ¿Cómo te llamas?- Polly -dijo ella-. ¿Y tú?- Digory.- Vaya, ¡qué nombre más gracioso! -comentó Polly.-No es ni la mitad de gracioso que Polly -replicó él.- Sí, sí que lo es -dijo Polly.-No, no lo es -protestó Digory.-Por lo menos yo me lavo la cara -dijo Polly-, que es lo que deberías hacer, especialmente después de... -Y allí se detuvo. Había estado a punto de decir «después de haber lloriqueado», pero pensó que no resultaría muy educado. -Pues sí que lo he hecho, ¿y qué? -repuso Digory en voz mucho más alta, igual que un
niño que se siente tan desgraciado que no le importa quién sepa que ha llorado-. Y también tú llorarías -prosiguió- si hubieras vivido toda tu vida en el campo y hubieras tenido un poni y un río al fondo del jardín, y de repente te hubieran traído a vivir a un agujero repugnante como éste.
-Londres no es un agujero -replicó Polly muy indignada. Pero el niño estaba demasiado exaltado para prestarle atención y siguió hablando: -Y si tu padre estuviera en la India..., y hubieras venido a vivir con una tía y un tío que está loco, dime tú a quién le gustaría...; y si el motivo fuera que tienen que cuidar de tu madre... y tu madre estuviera enferma y se fuera a... se fuera a... morir. En aquel momento su rostro se alteró totalmente, como sucede cuando intentas contener las lágrimas. - No lo sabía. Lo siento -se disculpó Polly humildemente.
Y a continuación, puesto que apenas sabía qué decir, y también para desviar los pensamientos de Digory hacia temas más alegres, preguntó: - ¿De verdad está loco el señor Ketterley? - Bueno, o está loco -dijo Digory- o algo raro pasa. Tiene un estudio en el desván y tía Letty dice que no debo subir jamás allí. De entrada, eso ya parece sospechoso, y además hay otra cosa. Siempre que intenta decirme algo a la hora de las comidas, porque jamás habla con mi tía, ella siempre lo hace callar, diciendo: «No molestes al niño, Andrew», o «Estoy segura de que Digory no quiere oír hablar de eso», o también: «¿Qué te parece, Digory? ¿No te gustaría salir a jugar al jardín?». - ¿Qué clase de cosas intenta decirte?
- No lo sé. Nunca llega a decirme nada. Y todavía hay más. Una noche, mejor dicho, ayer por la noche, cuando pasaba por delante de la escalera que conduce al desván para ir a acostarme, y por cierto, no es que me guste mucho pasar por delante de esa escalera, estoy seguro de que oí un alarido. -A lo mejor tiene a una esposa loca encerrada ahí arriba. - Sí, ya lo he pensado. -O quizá es falsificador de billetes. - O tal vez de joven fuera pirata, como el que sale al principio de La isla del tesoro, y ahora se viera obligado a esconderse de sus antiguos camaradas.
- ¡Qué emoción! -exclamó Polly-. No sabía que tu casa fuera tan interesante. -Quizá tú la encuentres interesante -refunfuñó él-, pero no te gustaría si tuvieras que dormir allí. ¿Qué te parecería permanecer despierta en la cama mientras oyes los pasos del tío Andrew avanzando sigilosamente por el pasillo hacia tu habitación? Y tiene unos ojos horribles. Así fue como Polly y Digory se conocieron: y puesto que acababan de empezar las vacaciones de verano y ninguno de ellos se iba a la playa aquel año, se veían casi a diario. Sus aventuras se debieron en gran medida a que fue uno de los veranos más lluviosos y fríos que había habido en muchos años, y eso los obligó a realizar actividades de interior; se las podría llamar «exploraciones caseras».
Resulta maravilloso lo mucho que se puede explorar con el cabo de una vela en una casa grande, o en una hilera de casas. Hacía tiempo que Polly había descubierto que si se abría cierta puertecita del desván de su casa se encontraba el depósito de agua y un lugar oscuro detrás de él al que se podía acceder trepando con cuidado. El lugar oscuro era como un túnel largo con una pared de ladrillos a un lado y un tejado inclinado al otro, y en el tejado había pequeños retazos de luz entre las tejas de pizarra. Aquel túnel no tenía suelo: había que pisar de viga en viga, y entre ellas no había más que una capa de yeso. Si la pisabas, ésta cedía y te precipitabas a la habitación situada debajo. En el trozo de túnel que había justo al lado del depósito, Polly había acondicionado la Cueva del Contrabandista, y había subido pedazos de cajas viejas de embalaje y sillas de cocina
rotas, y cosas por el estilo, y lo había esparcido todo de una viga a otra para crear un pedazo de suelo. Allí guardaba un cofre que contenía distintos tesoros, un cuento que estaba escribiendo y, por lo general, también unas cuantas manzanas. A menudo había bebido en aquel lugar alguna que otra botella de gaseosa de jengibre, y las botellas viejas contribuían a dar al lugar el aspecto de una cueva de contrabandistas.A Digory le gustaba bastante la cueva, a pesar de que Polly no le permitía ver el cuento; de todas formas, él estaba más interesado en explorar. Oye -le dijo un día-, ¿hasta dónde llega este túnel? Quiero decir, ¿acaba donde termina tu casa?
-No -respondió Polly-, las paredes no llegan hasta el tejado. Sigue adelante. No sé hasta dónde. -En ese caso podríamos ir de un extremo a otro de toda la hilera de casas. -¡Pues claro! -asintió ella-. Y ¡espera! ¿Qué? -Podríamos «entrar» en las otras casas.
- Sí, ¡y nos encerrarían por ladrones! No, gracias. -No te pases de listo. Pensaba en la casa situada al otro lado de la tuya. - ¿Qué le pasa? -Pues que está vacía. Papá dice que ha estado vacía desde que llegamos aquí. - En ese caso, supongo que deberíamos echarle un vistazo -dijo Digory. Estaba mucho más entusiasmado de lo que reflejaba su comentario, pues desde luego pensaba, igual que habrías hecho tú, en todas las razones por las que la casa habría permanecido vacía durante tanto tiempo. Lo mismo le sucedía a Polly. Ninguno de los dos
mencionó la palabra «encantada», y ambos pensaron que una vez hecha la sugerencia, no podían echarse atrás. -¿Lo intentamos ahora? -preguntó Digory. - De acuerdo. - No tienes por qué hacerlo si no quieres -indicó él. - Si tú te atreves, yo también -respondió ella. - ¿Cómo sabremos que estamos en la casa que nos interesa? Decidieron que tendrían que salir al desván y recorrerlo dando pasos tan largos como los que mediaban entre una viga y la siguiente.
Eso les daría una idea de cuántas vigas tenía una habitación. Luego calcularían unas cuatro más para el pasillo entre los dos desvanes de la casa de Polly, y a continuación el mismo número que en el desván para la habitación de la criada. La operación les proporcionaría la longitud de la casa. Cuando hubieran recorrido dos veces aquella distancia habrían llegado al final de la casa de Digory; cualquier puerta que encontraran después de eso los conduciría a un desván de la casa vacía. - Pero no creo que esté vacía del todo -declaró Digory. -¿Ah, no? - Creo que alguien vive allí en secreto, alguien que entra y sale sólo por la noche, con una linterna sorda. Probablemente
descubriremos a una banda de criminales peligrosos y obtendremos una recompensa. No tiene sentido que una casa esté vacía tantos años si no es que oculta algún misterio.-Papá pensaba que la culpa era de los desagües -comentó la niña. -¡Bah! A los adultos siempre se les ocurren explicaciones aburridas -respondió su compañero. Ahora que hablaban a la luz del día en el desván, en lugar de a la luz de la vela en la Cueva del Contrabandista, parecía mucho menos probable que la casa vacía estuviera encantada. Una vez hubieron medido el desván, tuvieron que conseguir un lápiz y efectuar una suma. Al principio los dos obtuvieron resultados
distintos y, cuando por fin coincidieron sus sumas, no es muy seguro de que los cálculos fueran correctos, ya que tenían mucha prisa por iniciar la exploración. -No debemos hacer el menor ruido -dijo Polly mientras volvían a trepar por detrás del depósito. Debido a la importancia de la ocasión, tomaron una vela cada uno, pues Polly tenía una buena provisión de ellas en su cueva. El lugar estaba muy oscuro, polvoriento y surcado por numerosas corrientes de aire. Avanzaron de viga en viga sin decir una palabra excepto cuando se susurraron el uno el otro: «Ahora estamos frente a "tu" desván», o .«Sin
duda hemos recorrido ya la mitad de "nuestra" casa». Por suerte, ninguno tropezó ni se apagaron las velas, y por fin llegaron a un lugar donde se distinguía una puertecita en la pared de ladrillos de su derecha. Desde luego no había ni cerrojo ni picaporte en aquel lado, pues la puerta había sido construida para entrar en el túnel, no para salir; pero había un pestillo -como los que suele haber en la parte interior de las puertas de las alacenas- que estaban convencidos de poder abrir. - ¿Lo hago? -preguntó Digory. - Si tú te atreves, yo también -contestó Polly, tal como había dicho antes.
Los dos se daban cuenta de que aquello iba cada vez más en serio, pero ninguno estaba dispuesto a retroceder. Digory descorrió el pestillo con cierta dificultad. La puerta se abrió de par en par y la repentina luz del día los hizo parpadear. Entonces, con un gran sobresalto, descubrieron que contemplaban, no un desván desierto, sino una habitación amueblada. Aunque era muy espaciosa, y en ella reinaba un silencio sepulcral. A Polly la pudo la curiosidad y, apagando de un soplo su vela, entró en la extraña estancia, tan sigilosa como un ratón. Desde luego, la habitación tenía la forma de un desván, pero estaba amueblada como una sala de estar. Todas las paredes aparecían cubiertas de arriba abajo de estanterías y todas las estanterías estaban repletas de libros. Ardía un buen fuego en la chimenea -no
hay que olvidar que aquel año el verano fue muy frío y lluvioso- y frente al hogar, de espaldas a ellos, había un sillón de respaldo alto. Entre el sillón y Polly, y ocupando casi toda la parte central de la habitación, había una mesa enorme llena de toda clase de cosas: libros, cuadernos en blanco, frascos de tinta, plumas, lacre y un microscopio. Sin embargo, en lo que la niña se fijó primero fue en una bandeja de madera de un rojo brillante que contenía unos anillos. Estaban dispuestos de dos en dos, uno amarillo y uno verde, después un espacio, y luego otro amarillo junto a otro verde. No eran mayores que cualquier anillo corriente, pero resplandecían de tal modo que era imposible no verlos. Eran los objetos más hermosos y brillantes que uno pueda imaginar, y si Polly hubiera sido algo más pequeña sin duda habría corrido a meterse uno en la boca.
La habitación estaba tan silenciosa que advirtieron inmediatamente el tictac del reloj. Y no obstante, tal como descubrió entonces Polly, tampoco permanecía en un silencio absoluto. Se oía un débil -un muy, muy débil- zumbido, y si las aspiradoras ya se hubieran inventado por aquel entonces, Polly habría pensado que se trataba del sonido de uno de éstos aspirando a mucha distancia, varias habitaciones más allá y unos cuantos pisos más abajo. No obstante era un sonido más agradable, mucho más musical, aunque tan débil que apenas se oía. -Todo va bien... aquí no hay nadie -dijo Polly a su compañero, volviendo la cabeza por encima del hombro. Su voz sonó poco más alta que un susurro, y tras ella salió Digory, parpadeando y con un
aspecto sumamente sucio, igual que el de Polly. - Esto no vale -declaró-. ¡La casa no está vacía! Será mejor que pongamos pies en polvorosa antes de que venga alguien. -¿Qué crees que son? -inquirió Polly, señalando los anillos de colores. - Está bien, vamos -dijo Digory-. Cuanto antes... No llegó a terminar lo que iba a decir pues en aquel momento sucedió algo. El sillón de respaldo alto colocado ante el fuego se movió de repente y de él se alzó -igual que un demonio de pantomima saliendo por una trampilla- la alarmante figura del tío Andrew. No se encontraban en la casa desierta;
¡estaban en casa de Digory y en el estudio prohibido! Los dos niños lanzaron un «¡Ooooh!» y comprendieron su terrible error, también se dieron cuenta de que deberían haber sabido desde el principio que no habían andado lo suficiente. El tío Andrew era alto y muy delgado. Tenía un rostro lampiño con una nariz puntiaguda y ojos sumamente brillantes, y una enmarañada mata de pelo de color gris.Digory se quedó sin habla, pues su tío le parecía mil veces más inquietante de lo que antes había creído. Polly no se sentía tan asustada aún; pero no tardó en estarlo, pues lo primero que hizo el anciano fue cruzar la habitación en dirección a la puerta, cerrarla, y girar la llave en la cerradura; luego se dio la vuelta, clavó los brillantes ojos en los niños y sonrió, mostrando todos los dientes.
-¡Ya está! -dijo-. ¡Ahora la tonta de mi hermana no podrá encontraros! Era algo espantosamente distinto de lo que se esperaría que hiciera cualquier adulto. A Polly le dio un vuelco el corazón, y ella y Digory empezaron a retroceder en dirección a la portezuela por la que habían entrado. El tío Andrew fue demasiado rápido para ellos. Pasó por detrás de ambos, cerró la puerta y se quedó de pie frente a ella. Hecho eso, se frotó las manos e hizo chasquear los nudillos. Tenía unos dedos muy largos y blancos. -Estoy encantado de veros -dijo-. Dos niños son exactamente lo que necesitaba. -Por favor, señor Ketterley -suplicó Polly-, es casi la hora de cenar y tengo que ir a casa.Déjenos salir, por favor.
-Todavía no -respondió el tío Andrew-. Ésta es una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Quería dos niños. Veréis, estoy en mitad de un gran experimento. Lo he probado con un conejillo de Indias y pareció funcionar, aunque, claro está, un conejillo de Indias no puede contarte nada. Y uno no puede explicarle cómo regresar. - Mira, tío Andrew -intervino Digory-, realmente es hora de cenar y nos estarán buscando dentro de un instante. Tienes que dejarnos salir. - ¿Ah, sí? -preguntó el tío Andrew. Digory y Polly intercambiaron una mirada. No se atrevieron a decir nada, pero sus miradas significaban: «Esto es horrible» y «Tenemos que seguirle la corriente».
—¡Polly! ¡No seas tonta! —gritó—. No los toques. Pero ya era tarde. Mientras decía eso, la mano de Polly se extendió y tocó uno de los anillos. E inmediatamente, sin un destello ni un ruido ni una advertencia -Si deja que nos marchemos a cenar ahora -dijo Polly-, podríamos regresar dentro de un rato. -Ya, pero ¿cómo sé que vais a volver? -inquirió el tío Andrew con una astuta sonrisa, y a continuación pareció cambiar de idea-. Bueno, bueno, si realmente tenéis que marcharos, supongo que debéis hacerlo. No puedo esperar que dos jovencitos como vosotros encuentren muy divertido conversar con un vejestorio como yo. -Suspiró y siguió diciendo-: No tenéis ni idea de lo solo que me siento a veces. Pero no importa. Id a cenar. Aunque debo daros un regalo antes de que os marchéis. No todos los días entra una joven dama tan atractiva como
tú. Polly empezó a pensar que, después de todo, el anciano no estaba tan loco. -¿Te gustan los anillos, bonita? ¿Quieres uno? -preguntó el tío Andrew a Polly. - ¿Se refiere usted a uno de esos amarillos y verdes? -preguntó ella-. ¡Son preciosos! - Los verdes no -advirtió el tío Andrew-, me temo que no puedo regalar los de color verde. Sin embargo me encantaría darte uno de los amarillos: con todo mi cariño, Ven y pruébate uno. Polly ya casi había superado su miedo y estaba segura de que el anciano caballero no estaba loco; y desde luego existía algo extrañamente atractivo en aquellos brillantes anillos. Se acercó a la bandeja. - ¡Vaya! -dijo-. Aquí se oye más el zumbido. Es casi como si lo produjeran los anillos. -Qué idea tan ridícula, chiquilla -respondió el tío Andrew con una carcajada.
Sonó como una carcajada muy natural, pero Digory había visto una expresión ansiosa, casi codiciosa en su rostro.-¡Polly! ¡No seas tonta! -gritó-. ¡No los toques!Demasiado tarde. Exactamente mientras lo decía, la mano de la niña fue a tocar uno de los anillos, y al instante, sin un centelleo ni un ruido ni la menor advertencia, Polly desapareció. Digory y su tío estaban solos en la habitación.
Fue tan repentino y tan terriblemente distinto de todo lo que le había sucedido a Digory en su vida, incluso en sus pesadillas, que éste gritó. Al instante, la mano del tío Andrew cayó sobre su boca. -Nada de eso! -le susurró al oído-. Si empiezas a hacer ruido tu madre lo oirá, y ya sabes lo que puede afectarle un susto. Tal como dijo Digory más tarde, la horrible mezquindad de intimidar a una persona de«aquel» modo casi le provocó náuseas, aunque, desde luego, no volvió a gritar. -Eso está mejor -dijo el tío Andrew-. Supongo que no has podido evitarlo. Realmente uno siente un sobresalto terrible la primera vez que ve desaparecer a alguien. Si incluso yo me llevé un buen susto cuando le sucedió lo
CAPÍTULO 2Digory y su tío
mismo al conejillo de Indias la otra noche. - ¿Fue esa la noche que lanzaste un alarido? -preguntó Digory. - Vaya, entonces lo oíste, ¿no es así? Espero que no me hayas estado espiando. - No, no lo he hecho -respondió su sobrino, indignado-; pero ¿qué le ha sucedido a Polly? -Felicítame, querido muchacho -indicó su tío, frotándose las manos-. Mi experimento ha tenido éxito. La niña se ha ido, se ha esfumado, de este mundo. - ¿Qué le has hecho? - Enviarla a... digamos... otro lugar.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Digory. - Bueno -dijo el tío Andrew, sentándose-, te lo contaré todo. ¿Has oído hablar alguna vez de la anciana señora Lefay? - ¿No era una tía abuela o algo parecido? -inquirió Digory. - No exactamente -respondió él-, era mi madrina. Mira hacia la pared; ésa de ahí es ella. Digory miró y vio una fotografía descolorida que mostraba el rostro de una anciana con una toca. Recordó entonces que una vez había visto una fotografía del mismo rostro en un cajón de su casa, en el campo. Había preguntado a su madre quién era, pero ella no había mostrado mucho interés en hablar de aquel tema. No era un rostro agradable en
-Ah, pobre mujer -respondió el anciano-. Había sido muy imprudente. Hubo un gran número de hechos diversos, pero no es necesario que entremos en detalles. Siempre fue muy amable conmigo. -Pero oye, ¿qué tiene todo esto que ver con Polly? Realmente me gustaría que... -Todo a su debido tiempo, muchacho -dijo el tío Andrew-. Pusieron en libertad a la vieja señora Lefay antes de que muriera y yo fui una de las poquísimas personas a las que permitió que la visitaran durante sus últimos meses de vida. Le resultaba antipática a la gente corriente e ignorante, como comprenderás. A mí me sucede lo mismo. Sin embargo, ella y yo estábamos interesados en la misma clase de cosas, y fue sólo unos pocos días antes de su muerte cuando me dijo que fuera a una vieja cómoda
absoluto, se dijo Digory, aunque desde luego con aquellas fotografías tan antiguas era muy difícil estar seguro. -¿Había... no había... algo raro respecto a ella, tío Andrew? -Bueno -dijo su tío con una risita ahogada-, depende de a qué llames «raro». La gente tiene una mentalidad muy cerrada. Desde luego se volvió muy excéntrica en sus últimos años de vida, e hizo cosas muy imprudentes. Por ese motivo la encerraron. -¿En un manicomio, quieres decir? -No, no, no -respondió su tío, escandalizado-. Nada de eso; sólo la llevaron a la cárcel. -¡Vaya! -exclamó Digory-. ¿Qué había hecho?
de su casa, abriera un cajón secreto y le trajera una cajita que encontraría allí. En cuanto así la caja me di cuenta por el hormigueo de mis dedos que sostenía un gran secreto en mis manos. Me la entregó y me hizo prometerle que la quemaría en cuanto ella muriera, sin abrirla, y con ciertas ceremonias. Promesa que no cumplí. -Bien, pues en ese caso te comportaste de un modo repugnante -lo reprendió Digory. -¡Repugnante! -exclamó él con una expresión perpleja-. Bueno, ya lo entiendo. Quieres decir que los niños deben mantener sus promesas. Muy cierto, es lo más correcto y decente, estoy seguro, y me alegro de que te hayan enseñado a obrar así. Aunque desde luego debes comprender que normas de esa clase, por muy excelentes que puedan ser para muchachitos, criados, mujeres, e incluso la gente en general,
no pueden aplicarse bajo ningún concepto a estudiantes concienzudos, grandes pensadores y sabios. No, Digory; los hombres como yo, que poseen un saber oculto, estamos libres de las normas corrientes del mismo modo que también estamos excluidos de los placeres corrientes. El nuestro, muchacho, es un destino sublime y solitario. Mientras lo decía suspiró y adoptó una expresión tan seria, noble y misteriosa que por un segundo Digory realmente pensó que estaba diciendo algo magnífico; pero entonces recordó la desagradable expresión que había visto en el rostro de su tío justo antes de que Polly se esfumara, e inmediatamente vio más allá de las grandilocuentes palabras del tío Andrew.
«Lo único que significa eso -se dijo- es que cree que puede hacer lo que le parezca para conseguir lo que desea.» -Desde luego -siguió el anciano-, no me atreví a abrir la caja durante mucho tiempo, pues sabía que podría contener algo sumamente peligroso, ya que mi madrina era una mujer excepcional. Lo cierto es que fue una de los últimos mortales de este país que tenía sangre mágica, como las hadas; decía que había habido otras dos durante su época: una era una duquesa y la otra una asistenta. De hecho, Digory, en estos momentos hablas, posiblemente, con el último hombre que realmente tuvo un hada madrina. ¡Vaya!
Eso será algo que podrás recordar cuando también seas anciano. «Seguro que era un hada mala», pensó el niño; y en voz alta añadió: -Pero ¿qué pasa con Polly? -¡Qué pesado estás con eso! -se quejó el tío Andrew-. ¡Como si eso fuera lo importante! Mi primera tarea fue desde luego estudiar la caja misma. Era muy antigua, y yo sabía lo suficiente incluso entonces como para comprender que no era ni griega, ni del antiguo Egipto, ni babilónica, ni hitita, ni china, sino que era mucho más vieja que cualquiera de esas naciones. Ah..., entonces llegó un gran día en que descubrí la verdad. La caja procedía de la Atlántida; provenía de la isla perdida de la Atlántida. Eso significaba que tenía muchos
más siglos de antigüedad que cualquiera de las cosas de la Edad de Piedra que se desentierran en Europa. Tampoco se trataba de algo primitivo y tosco como suelen ser esas cosas, pues en los albores de los tiempos la Atlántida era una gran ciudad con palacios, templos y sabios. Hizo una pausa durante unos momentos como si esperara que Digory dijera algo; pero el niño encontraba a su tío más desagradable a cada minuto que pasaba, de modo que no dijo nada. -Entretanto -prosiguió el tío Andrew-, yo aprendía muchas cosas por otros medios, que no resultaría apropiado explicar a un niño, sobre magia en general. Eso significó que llegué a tener una buena idea de la clase de cosas que podría haber en la caja. Reduje las posibilidades mediante varias pruebas, que me
obligaron a conocer a algunas, digamos, personas diabólicamente peculiares, y pasar por algunas experiencias muy desagradables. Eso fue lo que hizo que mi pelo encaneciera. Uno no se convierte en mago sin tener que dar algo a cambio. Al final mi salud se debilitó, pero mejoré, y finalmente ¡lo supe! A pesar de que no existía realmente la menor posibilidad de que alguien pudiera oírlos, el anciano se inclinó hacia delante y casi susurró cuando dijo: -La caja de la Atlántida contenía algo que había sido traído de Otro Mundo cuando el nuestro apenas empezaba a existir. -¿Qué? -preguntó Digory, que en aquellos momentos se sentía interesado muy a su pesar.
-Sólo había polvo -respondió el tío Andrew-. Un fino polvo seco. Nada espectacular en apariencia; no gran cosa como resultado de toda una vida de trabajo, podrías decir. Ah, pero cuando miré aquel polvo -y tuve buen cuidado de no tocarlo-, pensé que cada grano había estado en el pasado en Otro Mundo, y no me refiero a otro planeta, ¿me explico?; porque los demás planetas son parte de nuestro mundo y podrías llegar hasta ellos si viajaras lo bastante lejos, sino realmente Otro Mundo, otra naturaleza, otro universo, un lugar al que jamás podrías llegar aunque viajaras por el espacio de este universo eternamente, un mundo que sólo se puede alcanzar mediante la magia, ¡eso es! Llegado a aquel punto, el tío Andrew se frotó las manos hasta que los nudillos crujieron igual que fuegos artificiales.
-Comprendí -siguió-, que si alguien conseguía darle la forma correcta, aquel polvo lo conduciría de vuelta al lugar del que procedía. Sin embargo, la dificultad estaba en darle la forma correcta. Mis primeros experimentos acabaron todos en fracaso. Los probé con conejillos de Indias, pero algunos se limitaron a morir. Unos cuantos estallaron como pequeñas bombas... -¡Qué cruel! -le reprendió Digory, que en una ocasión había tenido su propio conejillo de Indias. -¡Es que no puedes dejar de cambiar de tema! Para eso eran las criaturas. Las compré yo mismo. Veamos... ¿por dónde iba? Ah, sí. Por fin logré crear los anillos: los anillos amarillos. Pero entonces surgió una nueva dificultad. Por
aquel entonces yo estaba convencido de que un anillo amarillo era capaz de enviar a cualquier criatura que lo tocara al Otro Lugar, pero ¿de qué me iba a servir si no podía hacer que volvieran para contarme qué habían encontrado allí? -Y ¿qué iba a pasar con las criaturas? -inquirió el niño-. ¡En menudo lío estarían si no podían regresar! - Te empeñas en mirarlo todo desde el punto de vista equivocado -replicó el tío Andrew con una expresión de impaciencia-. ¿Es qué no comprendes que esto es un gran experimento? Lo que pretendo al enviar a alguien al Otro Lugar es averiguar cómo es ese sitio. - Bueno, en ese caso ¿por qué no fuiste tú
mismo? Digory no había visto jamás a nadie con una expresión tan asombrada y ofendida como la que mostró su tío ante aquella sencilla pregunta.
-¿Yo? ¿Yo? -exclamó éste-. ¡El chico sin duda está loco! ¿Un hombre de mi edad, y con mi precaria salud, exponerse al sobresalto y a los peligros de ser arrojado repentinamente a un universo distinto? ¡Jamás en la vida había oído nada tan absurdo! ¿Te das cuenta de lo que dices? Piensa en lo que el Otro Mundo significa..., puede encontrarse uno con cualquier cosa... cualquier cosa. -Y supongo que has enviado a Polly a enfrentarse con todo eso en tu lugar -dijo Digory, y sus mejillas ardían de cólera en aquel momento-. Y todo lo que puedo decir -añadió-, incluso aunque seas mi tío..., es que te has comportado como un cobarde, al enviar a una niña a un sitio al que tienes miedo de ir tú mismo. -¡A callar, señor mío! -ordenó el anciano,
descargando la mano sobre la mesa-. No pienso permitir que un mugriento colegial me hable de ese modo. No lo comprendes. Soy el gran estudioso, el mago, el experto, que «realiza» el experimento. Claro que necesito sujetos sobre los que efectuarlo. ¡Dios mío, lo próximo que me dirás es que debería haber pedido permiso a los conejillos de Indias antes de utilizarlos! Es imposible alcanzar gran sabiduría sin sacrificios; pero la idea de que fuera yo mismo resulta ridícula. Es igual que pedir a un general que pelee como un soldado raso. Imaginemos que muero, ¿qué sería del trabajo de toda mi vida? -Basta, deja de cotorrear de una vez -dijo su sobrino-. ¿Vas a traer de vuelta a Polly? -Iba a decirte, cuando me interrumpiste de un modo tan grosero -respondió el tío Andrew-,
que finalmente encontré un modo de efectuar el viaje de vuelta. Los anillos verdes te traen de regreso. - Pero Polly no tiene un anillo verde. - No -respondió su tío con una sonrisa cruel.-En ese caso no puede regresar -gritó Digory-, y eso es justo lo mismo que si la hubieras asesinado. - Puede regresar -indicó el tío Andrew-, si otra persona va tras ella, con un anillo amarillo puesto y llevando consigo dos anillos verdes, uno para regresar él y el otro para traerla a ella de vuelta. Y entonces, claro está, Digory vio la trampa en la que había caído; miró con asombro al tío Andrew, sin decir nada, totalmente
boquiabierto, y -Espero -dijo su tío al poco tiempo en voz muy alta y potente, como si fuera un tío perfecto que acaba de dar una generosa propina y unos cuantos buenos consejos-, espero, Digory, que no seas una persona propensa a la cobardía. Me apenaría muchísimo pensar que alguien de nuestra familia carece de honor y caballerosidad suficientes para ir en ayuda de... ah... una dama en apuros.- ¡Cállate, por favor! -gritó su sobrino-. Si tú tuvieras algo de honor y todo eso, irías tú mismo; pero sé que no lo harás. De acuerdo. Ya veo que tengo que ir yo. No obstante, debo decirte que eres repugnante. Supongo que lo planeaste todo, de modo que ella se marchara sin saberlo y luego yo tuviera que ir en su busca.
- Desde luego -respondió él, con aquella sonrisa tan odiosa. -Muy bien. Iré, pero hay algo que pienso decir de todos modos. No creía en la magia hasta hoy, y ahora veo que existe. Bien, pues si es así, supongo que todos los viejos cuentos de hadas son más o menos ciertos, y en ese caso, eres sencillamente un mago perverso y cruel como los que aparecen en los relatos. Además, no he leído jamás un cuento en el que la gente de esa clase no acabara recibiendo su merecido al final, y apuesto a que a ti también te sucederá. Y lo tendrás bien merecido. De todas las cosas que Digory había dicho aquélla fue la primera que realmente dio en el blanco. El tío Andrew saltó y en su rostro apareció tal expresión de horror que, a pesar
de lo odioso que era, casi hacía que se sintiera pena por él. Sin embargo, al cabo de un segundo consiguió borrarla y dijo con una carcajada bastante forzada: - Bien, bien, supongo que es natural que un niño piense eso, en especial uno que ha crecido entre mujeres, como es tu caso. Cuentos de viejas, ¿no es así? No creo que debas preocuparte por el peligro que yo pueda correr. ¿No sería mejor que te preocuparas por el peligro que puede correr tu amiguita? Hace ya un buen rato que se marchó. Si existen peligros, en el Otro Lado, creo que sería una lástima llegar cuando fuera demasiado tarde. - Seguro que a ti te importa un bledo -le recriminó Digory con ferocidad-, pero estoy harto de tanta palabrería. ¿Qué debo hacer?
-Realmente tienes que aprender a controlar ese genio, muchacho -indicó el tío Andrew con la mayor frescura-; de lo contrario, cuando crezcas, serás igual que tu tía Letty. Ahora, presta atención. Se levantó, se puso un par de guantes y fue hacia la bandeja que contenía los anillos. -Sólo funcionan -dijo- si tocan directamente la piel. Con los guantes puestos, puedo agarrarlos, así, y no sucede nada. Si llevaras uno en el bolsillo no sucedería nada: pero por supuesto tienes que tener cuidado de no introducir la mano en el bolsillo y tocarlo sin querer. En cuanto rozas el anillo amarillo, desapareces de este mundo. Cuando estés en el Otro Lugar espero, claro que esto no ha sido probado todavía, pero «espero» que en cuanto toques un anillo verde desaparezcas de aquel
mundo y confío en que reaparezcas en éste. Veamos. Tomo estos dos de color verde y los dejo caer en tu bolsillo derecho. Recuerda con suma atención en qué bolsillo están los verdes. «V» por verde y «D» por derecho. «V. D.» ¿lo ves?; las dos son consonantes de la palabra verde. Hay uno para ti y otro para la niña. Y ahora toma el amarillo para ti. Si yo estuviera en tu lugar, me lo pondría en el dedo, así existirán menos posibilidades de que lo dejes caer. Digory estaba a punto de tomar el anillo amarillo cuando se detuvo de repente. -¡Escucha! -dijo-. ¿Y mamá? ¿Y si pregunta por mí? - Cuanto antes te vayas, antes regresarás -respondió el tío Andrew alegremente.
- Pero en realidad no sabes si puedo regresar. El anciano se encogió de hombros, fue hasta la puerta, hizo girar la llave, la abrió de par en par y dijo: - Muy bien, pues. Como desees. Baja y cena. Deja que esa niñita sea devorada por animales salvajes, se ahogue o se muera de hambre en el Otro Mundo o se quede allí para siempre. A mí me da lo mismo. Pero tal vez, antes de cenar, deberías ir a ver a la señora Plummer y explicarle que nunca volverá a ver a su hija porque tienes miedo de ponerte un anillo. Vaya! -exclamó Digory-. ¡No sabes cuánto desearía ser mayor para darte un buen puñetazo!
Dicho eso se abotonó la chaqueta, aspiró con fuerza y tomó el anillo. Al hacerlo pensó, y nunca dejó de pensarlo, que sinceramente no tenía otra opción.
El tío Andrew y su estudio se desvanecieron al instante, y luego, por un momento, todo se volvió confuso. Lo siguiente que supo Digory fue que había una suave luz verde que caía sobre él desde lo alto, y oscuridad a sus pies. No tenía la impresión de estar de pie sobre nada, ni sentado, ni acostado; no parecía estar en contacto con nada. -Me parece que estoy en el agua -dijo-, o «debajo» del agua. Aquello lo asustó por un segundo, pero casi al mismo tiempo sintió que ascendía a toda velocidad. Luego su cabeza salió repentinamente al aire libre y se encontró gateando hacia tierra firme, sobre un terreno llano cubierto de hierba situado al borde de un estanque.
CAPÍTULO 3El Bosque entre los Mundos
Mientras se ponía en pie advirtió que no chorreaba agua ni le faltaba el aliento, como habría sido de esperar tras un buen chapuzón. Tenía la ropa perfectamente seca y estaba de pie junto al borde de un pequeño estanque -no había más de tres metros de un extremo a otro- en el interior de un bosque. Los árboles crecían muy juntos y eran tan frondosos que no se podía entrever ni un pedazo de cielo. La única luz que le llegaba era una luz verde que se filtraba por entre las hojas: pero sin duda existía un sol potente en lo alto, pues aquella luz natural verde era brillante y cálida. Era el bosque más silencioso que se pueda imaginar. No había pájaros, ni insectos, ni animales, y no soplaba viento. Casi se podía sentir cómo crecían los árboles. El estanque del que acababa de salir no era el único. Había docenas de estanques, uno cada pocos metros hasta donde alcanzaban sus ojos, y creía
percibir cómo los árboles absorbían el agua con sus raíces. Era un bosque lleno de vida y al intentar describirlo más tarde, Digory siempre decía: «Era un lugar apetitoso: tan apetitoso como un pastel de ciruelas». Lo más extraño de todo fue que, incluso antes de haber mirado a su alrededor, Digory ya había medio olvidado cómo había llegado allí. Desde luego no pensaba en Polly, ni en el tío Andrew, ni siquiera en su madre, y además no estaba nada asustado, ni nervioso, ni tampoco sentía curiosidad. Si alguien le hubiera preguntado: «¿De dónde has venido?», probablemente habría respondido: «Yo siempre he estado aquí». Aquélla era la sensación que producía, como si uno hubiera estado siempre en aquel lugar y jamás se hubiera aburrido a pesar de que allí nunca sucedía nada. Tal como explicó mucho más tarde.
«En este sitio no sucede nada. Los árboles se dedican a crecer, eso es todo.» Al cabo de un buen rato de contemplar el bosque, Digory se dio cuenta de que había una niña acostada de espaldas a los pies de un árbol a unos metros de allí. Los ojos de la pequeña estaban medio cerrados, como si estuviera entre el sueño y la vigilia. Por ese motivo, el niño se dedicó a contemplarla durante un buen rato sin decir nada. Finalmente, ella abrió los ojos y lo miró durante mucho tiempo, sin pronunciar palabra tampoco, hasta que por fin le habló, con una voz soñolienta y complacida. - Creo que nos hemos visto antes -declaró. - A mí también me lo parece -respondió Digory-. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
-Toda la vida -dijo ella-. Al menos... no sé... mucho tiempo.- Yo también. - No, tú no -indicó la niña-, porque acabo de verte salir de aquel estanque. -Sí, puede ser -concedió Digory con expresión perpleja-. Lo había olvidado. Después se pasaron un buen rato en silencio.
Y eso era, un rechoncho conejillo de Indias, que husmeaba por entre la hierba, con una cinta alrededor de la barriga que sujetaba a su lomo un brillante anillo amarillo. - ¡Mira! ¡Mira! -gritó Digory-. ¡El anillo! Y ¡fíjate! Tú llevas uno en el dedo, y yo también.La niña se sentó entonces, interesadísima en el hallazgo. Ambos se miraron fijamente, intentando recordar. Y entonces, a la vez, ella exclamó, «¡El señor Ketterley!», y él gritó, «¡El tío Andrew!», y supieron quiénes eran y empezaron a recordar todo lo sucedido. Tras unos minutos de intensa conversación consiguieron por fin tenerlo todo claro, y Digory explicó el detestable comportamiento del tío Andrew. -¿Qué hacemos ahora? -quiso saber Polly-.
-Oye -dijo la niña finalmente-, me pregunto si ya nos conocíamos. Tengo una vaga idea, una especie de imagen en la cabeza, de un niño y una niña, como nosotros, que vivían en un lugar muy distinto y hacían toda clase de cosas. A lo mejor fue sólo un sueño. - Pues creo que he tenido ese mismo sueño-repuso Digory-. De un niño y una niña que vivían en casas contiguas..., y gateaban entre las vigas. Recuerdo que la niña tenía un rostro muy sucio. - ¿Estas seguro? En mi sueño era el niño quién tenía la cara sucia. -No recuerdo el rostro del niño -indicó Digory y luego añadió-: ¡Vaya! ¿Qué es eso? -¡Toma! Es un conejillo de Indias -dijo la niña.
¿Agarrar el conejillo de Indias y volver casa? - No hay prisa -respondió él, con un enorme bostezo. -Creo que sí la hay -indicó ella-. Este lugar es demasiado silencioso. Resulta tan... tan maravilloso. Estás casi dormido. Si nos dejamos dominar por él nos acostaremos y dormitaremos eternamente. - Se está muy bien aquí -repuso Digory. - Sí, ya lo creo -asintió ella-, pero tenemos que regresar. Se puso en pie y empezó a avanzar con cautela en dirección al conejillo de Indias, pero entonces cambió de idea.
- Podríamos dejar al conejillo aquí -dijo-. Es feliz en este sitio, y tu tío sin duda haría algo horrendo con él si lo lleváramos de vuelta. -Apuesto a que sí -respondió Digory-. Mira cómo nos ha tratado a nosotros. Por cierto,¿cómo regresaremos a casa? - Volviéndonos a meter en el estanque, supongo. Fueron hacia él y permanecieron de pie junto al borde, contemplando la lisa superficie del agua. La cubría el reflejo de las verdes y frondosas ramas, que hacían que pareciera tener una gran profundidad. - No tenemos traje de baño -observó Polly. - No lo necesitaremos, boba -dijo Digory-.
Vamos a meternos con la ropa puesta. ¿Acaso no recuerdas que al ascender no nos mojamos? -¿Sabes nadar? -Un poco. ¿Y tú? - Bueno, no mucho. - No creo que tengamos que nadar -indicó Digory-. Queremos ir hacia «abajo», ¿no es cierto? A ninguno de los dos le gustaba demasiado la idea de saltar al interior del estanque, pero ninguno se lo mencionó al otro. Se tomaron de la mano y dijeron: «Uno... dos... y tres...
¡Ya!» y saltaron. Hubo un gran chapoteo y desde luego cerraron los ojos; pero cuando los abrieron de nuevo descubrieron que seguían estando allí, con las manos entrelazadas, en medio del frondoso bosque y con el agua a la altura de los tobillos. Al parecer el estanque apenas tenía unos centímetros de profundidad. Chapotearon de vuelta a tierra firme. - ¿Qué diablos ha salido mal? -inquirió Polly con voz asustada; pero no tan atemorizada como cabría esperar, porque resultaba difícil sentirse realmente asustado en aquel bosque. El lugar era demasiado tranquilo. -Ya sé -dijo Digory-. Claro que no funciona. Todavía llevamos puestos los anillos amarillos, y son para el viaje de ida, ya sabes. Son los verdes los que te devuelven a casa. Debemos cambiar de anillos. ¿Tienes bolsillos?
Estupendo. Guarda tu amarillo en el de la izquierda. Yo tengo dos de color verde; toma, aquí tienes uno. Se pusieron los anillos y regresaron al estanque. Sin embargo, antes de que intentaran otro salto Digory lanzó un prolongado «¡Oooooh!». -¿Qué sucede? -quiso saber Polly. - Acabo de tener una idea realmente maravillosa. ¿Qué son todos los otros estanques? - ¿Qué quieres decir? - Pues que si podemos regresar a nuestro
propio mundo saltando al interior de este estanque, ¿no podríamos ir a parar a algún otro sitio si saltamos dentro de uno de los otros? Supongamos que existe un mundo en el fondo de cada estanque. -Pero creía que ya nos encontrábamos en el Otro Mundo u Otro Lugar o como quiera que él lo llame, al que se refería tu tío. No dijiste que... - ¡Bah!, al cuerno con el tío Andrew -interrumpió Digory-. No creo que sepa nada sobre él, porque jamás tuvo el coraje de venir aquí él mismo. Sólo hablaba de «un» Otro Mundo, pero supongamos que existieran docenas... - ¿Te refieres a que este bosque podría ser únicamente uno de ellos?
-No, ni siquiera creo que este bosque sea un mundo. Me parece que es una especie de lugar intermedio. Polly mostró una expresión perpleja. - ¿No te das cuenta? -inquirió Digory-. No, escucha. Piensa en nuestro túnel por debajo de las tejas. No puede considerarse una habitación de alguna casa. En cierto modo, no forma parte de ninguna de ellas, pero una vez que estás en el túnel puedes seguirlo y entrar en cualquiera de las casas de la fila. ¿No podría ocurrir lo mismo con este bosque? Es un lugar que no se encuentra en ninguno de los mundos, pero que permite entrar en todos ellos. - Bueno, incluso aunque puedas... -empezó a decir Polly, pero Digory siguió hablando como
si no la hubiera oído. -Y desde luego eso lo explica todo -dijo-. Por eso aquí está todo tan tranquilo y soñoliento. Aquí no sucede nunca nada. Igual que en nuestro hogar, es en las casas donde la gente habla, actúa v come. En los lugares intermedios no pasa nada; ni detrás de las paredes, ni encima de los techos ni debajo de los suelos, ¡ni en nuestro túnel! Pero cuando sales del túnel puedes encontrarte en «cualquier» casa. ¡Creo que podemos salir de este lugar e ir a parar a cualquier otro sitio! No es necesario que saltemos de nuevo al interior del mismo estanque por el que vinimos, o al menos todavía no. -El Bosque entre los Mundos -observó Polly como en sueños-; suena muy bien.
- Vamos -le instó Digory-, ¿qué estanque probamos? - Mira -dijo ella-, no pienso probar ningún estanque nuevo hasta que no nos hayamos asegurado de que podemos regresar por el viejo. Ni siquiera estamos seguros aún de que vaya a funcionar. -Sí -repuso él-, ¡y que el tío Andrew nos atrape y nos quite los anillos antes de que hayamos podido divertirnos! No, gracias. -¿No podríamos descender simplemente una parte del trayecto por nuestro estanque? - sugirió Polly-. Sólo para comprobar si funciona. Entonces si lo hace, nos cambiamos los anillos y subimos otra vez antes de que estemos de vuelta en el estudio del señor Ketterley.
-¿Podemos descender una parte del camino? - Bueno, se tardaba un poco en subir. Supongo que harán falta unos segundos para regresar. Digory hizo unos cuantos aspavientos al respecto, pero finalmente tuvo que acceder a la idea porque Polly se negó en redondo a explorar ningún mundo nuevo hasta que se hubieran asegurado de poder regresar al antiguo. Era una niña casi tan valiente como él acerca de algunos peligros (como las avispas, por ejemplo), pero no estaba tan interesada en descubrir cosas de las que nadie había oído hablar antes; en cambio Digory era la clase de persona que quiere saberlo todo, y cuando creció se convirtió en el famoso profesor Kirke que aparece en otros libros.
Tras discutirlo mucho, acordaron ponerse los anillos verdes («Verde símbolo de seguridad -dijo Digory-, así no olvidaremos cuál es cuál»), tomarse de la mano y saltar. No obstante, en cuanto pareciera que estaban a punto de regresar al estudio del tío Andrew, o incluso a su propio mundo, Polly debía gritar, «Cambio». Entonces se quitarían los anillos verdes y se pondrían los de color amarillo. Digory quería ser quien gritara «Cambio», pero Polly se negó a aceptarlo. Se pusieron los anillos verdes, entrelazaron las manos, y de nuevo gritaron: «Uno... dos... y tres... ¡Ya!». Esa vez funcionó, aunque resulta muy difícil explicar qué sensación producía, pues todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Al principio hubo luces brillantes que se movían en un cielo negro; Digory sigue pensando que eran estrellas e incluso jura que
vio a Júpiter muy de cerca; lo bastante cerca como para ver su luna. Pero casi al mismo tiempo aparecieron hileras e hileras de tejados y cañones de chimeneas a su alrededor, y distinguieron la catedral de San Pablo y supieron que contemplaban Londres. Sólo que uno podía ver a través de las paredes de todas las casas. Entonces vieron al tío Andrew, de un modo muy vago y nebuloso, pero volviéndose cada vez más nítido y sólido, igual que si estuviera materiali- zándose; pero antes de que se tornara completamente real Polly gritó «Cambio» y efectuaron el cambio, y nuestro mundo se desvaneció como un sueño, y la luz verde de lo alto adquirió más y más fuerza, hasta que por fin sus cabezas surgieron del estanque y los dos gatearon hasta la orilla. Y allí estaba el bosque rodeándolos, tan verde, luminoso y silencioso como siempre. Todo aquello había tenido lugar en menos de un
minuto. -¡Ya está! -dijo Digory-. Funciona. Ahora corramos nuestra aventura. Cualquier estanque servirá. Ven, probemos ése. -¡Detente! -ordenó Polly-. ¿No vamos a marcar «este» estanque? Se miraron fijamente y palidecieron al comprender el espantoso error que Digory había estado a punto de cometer; pues había varios estanques en el bosque, y los estanques eran todos iguales y también los árboles eran idénticos, de modo que si hubieran dejado atrás aquel que conducía a nuestro propio mundo sin efectuar alguna especie de marca, las posibilidades de volver a encontrarlo habrían sido casi nulas.
A Digory le temblaba la mano cuando abrió su cortaplumas y con su ayuda extrajo una larga tira de hierba de la orilla del estanque. La tierra, que olía de un modo muy agradable, era de un intenso marrón rojizo y destacaba perfectamente entre el verde. - ¡Menos mal que por lo menos uno de nosotros tiene un poco de sentido común! - observó Polly. - Bueno, ahora no te pases todo el tiempo presumiendo -replicó él-. Vamos, quiero ver qué hay en otro estanque. Y Polly le dedicó una respuesta bastante mordaz y él le respondió algo aún más desagradable. La riña duro varios minutos pero resultaría tedioso reflejarla por escrito, de modo que pasemos al momento en que se
encontraron, con el corazón palpitante y el rostro asustado, ante el borde del estanque desconocido con los anillos amarillos puestos y las manos entrelazadas y volvieron a decir: «Uno... dos... y tres... ¡Ya!». ¡Chaff! De nuevo no había funcionado. Aquel estanque parecía no ser más que eso, un estanque, pues en lugar de llegar a un mundo nuevo sólo consiguieron mojarse los pies y salpicarse las piernas por segunda vez aquella mañana; si es que se trataba de una mañana, pues en el Bosque entre los Mundos siempre parece que sea la misma hora. -¡Caray! -exclamó Digory-. Y ¿qué ha salido mal ahora? Llevamos puestos los anillos amarillos. Dijo que el amarillo era para el viaje de ida.
Lo cierto era que el tío Andrew, que no sabía nada del Bosque entre los Mundos, tenía una idea bastante equivocada respecto a los anillos. Los de color amarillo no eran anillos «de ida» y los verdes no eran anillos «de regreso a casa»; al menos, no tal como él lo pensaba, aunque la sustancia de la que estaban hechos ambos anillos había salido del bosque. La sustancia de los anillos amarillos poseía el poder de atraerte al bosque; era una materia que quería regresar al lugar al que pertenecía, el lugar intermedio. Sin embargo la sustancia de los anillos verdes intentaba abandonar el lugar al que pertenecía: de modo que un anillo verde te sacaría del bosque y te conduciría a un mundo. El tío Andrew, por lo visto, trataba con cosas que en realidad no comprendía; muchos magos lo hacen. Ni siquiera Digory comprendió la verdad con tanta claridad o, al menos, no hasta más
adelante. Pero una vez que lo hubieron discutido, decidieron probar los anillos verdes en el estanque nuevo, sólo para ver qué sucedía. -Si tú te atreves, yo también -dijo Polly. En realidad lo dijo porque, en lo más recóndito de su corazón, estaba segura de que ninguna clase de anillo funcionaría en el nuevo estanque, y por lo tanto no había nada que temer salvo otro chapoteo en el agua. Me huele que Digory tenía la misma sensación. En cualquier caso, tras ponerse los anillos verdes y regresar al borde del agua, volvieron a entrelazar las manos y se sintieron sin lugar a dudas mucho más animados y menos preo- cupados que la primera vez.
-Uno... dos... y tres... ¡Ya! -exclamó Digory. Y saltaron.
No hubo duda respecto a la magia en esa ocasión, cayeron y cayeron como una exhalación, primero a través de oscuridad y luego por entre una masa de formas vagas y arremolinadas que podrían haber sido casi cualquier cosa. Clareó un poco, y entonces, de repente, notaron que estaban de pie sobre algo sólido. Al cabo de un instante todo adquirió nitidez y pudieron mirar a su alrededor. -¡Qué lugar más original! -dijo Digory. -No me gusta -indicó Polly, con algo parecido a un estremecimiento. Lo primero que les llamó la atención fue la luz. No se parecía a la luz del sol, ni podía compararse con la luz eléctrica, las lámparas, las velas, ni cualquier otra clase de luz que
CAPÍTULO 4La campana y el martillo
conocieran. Era una luz apagada y más bien rojiza, en absoluto alegre, y además era estable, sin parpadeos. Estaban de pie sobre una superficie plana pavimentada y a su alrededor se alzaban varios edificios. No había techo; se hallaban en una especie de patio. El cielo era extraordinariamente oscuro, de un tono entre azul y negro. Después de haber visto aquel cielo uno se preguntaba cómo podía existir la luz en ese lugar. -Hace un tiempo muy curioso -comentó Digory-. Me pregunto si no habremos llegado justo en el momento de presenciar una tormenta; o un eclipse. -No me gusta -repitió Polly. Los dos, sin saber muy bien por qué, hablaban en susurros, y a pesar de que no existía un
motivo por el que debieran seguir con las manos entrelazadas tras su salto, no se soltaron. Las paredes se alzaban muy altas alrededor de todo aquel patio, y tenían enormes ventanas, ventanas sin cristales, a través de las cuales no se veía otra cosa que negra oscuridad. Más abajo había enormes arcos sostenidos por pilares, que se abrían negros como las bocas de los túneles del ferrocarril. Hacía bastante frío. La piedra en la que estaba construido todo parecía roja, pero el efecto podía deberse meramente a la curiosa luz. Resultaba evidente que el lugar era muy antiguo. Muchas de las losas planas que cubrían el patio estaban agrietadas; ninguna encajaba bien y las puntiagudas esquinas estaban
desgastadas. Una de las entradas en forma de arco estaba medio tapada por escombros. Los dos niños no hacían más que girar y girar para contemplar los distintos extremos del patio, y uno de los motivos que tenían para hacer eso era que temían que alguien -o algo- los mirara desde aquellas ventanas cuando estuvieran de espaldas. - ¿Crees que aquí vive alguien? -preguntó Digory por fin, todavía en un susurro. - No -respondió Polly-. Está todo en ruinas, y no hemos oído ni un ruido desde que llegamos. -Quedémonos muy quietos y escuchemos durante un rato -sugirió él.
Permanecieron inmóviles y aguzaron el oído, pero todo lo que oyeron fue el sordo golpeteo de sus corazones. Aquel lugar estaba al menos tan silencioso como el Bosque entre los Mundos; pero se trataba de una quietud distinta. El silencio del bosque había sido plácido y cálido -casi se podía sentir cómo crecían los árboles-, y lleno de vida; aquél era un silencio sin vida, frío y vacío. Era inimaginable que creciera algo en él. - Vámonos a casa -propuso Polly. - Pero no hemos visto nada aún -protestó Digory-. Ahora que estamos aquí, sencillamente debemos echar un vistazo. -Estoy segura de que no hay nada interesante en este lugar.
- De poco sirve encontrar un anillo mágico que te permite entrar en otros mundos si tienes miedo de echarles un vistazo cuando has llegado a ellos. -¿Quién habla de tener miedo? -dijo Polly, soltando la mano de su compañero. -Bueno, no pareces muy entusiasmada con la idea de explorar este sitio. - Iré a donde tú vayas. - Podemos marcharnos en cuanto queramos -dijo Digory-. Será mejor que nos saquemos los anillos verdes y los guardemos en el bolsillo derecho. Todo lo que tenemos que hacer es recordar que los amarillos se encuentran en los bolsillos de la izquierda. Puedes mantener la mano tan cerca del
bolsillo como quieras, pero no la metas o tocarías el anillo amarillo y desaparecerías. Así lo hicieron y se acercaron sin hacer ruido a una de las enormes entradas en forma de arco que conducían al interior del edificio. Cuando se hallaron en el umbral y pudieron mirar al interior, descubrieron que dentro no estaba tan oscuro como habían pensado en un principio. La entrada llevaba a un inmenso y tenebroso vestíbulo que parecía vacío; pero en el otro extremo había una hilera de columnas con arcos entre ellas y a través de aquellos arcos penetraba un poco más de la misma luz cansina. Atravesaron el vestíbulo, andando con sumo cuidado por temor a que hubiera agujeros en el suelo o cualquier cosa caída con la que pudieran tropezar. Les pareció una caminata muy larga. Cuando llegaron al otro lado salieron por las arcadas y se encontraron
en otro patio aún más grande. -Eso no parece muy seguro -dijo Polly, indicando un punto donde la pared se curvaba hacia fuera y daba la impresión de estar a punto de caer al patio. En una zona faltaba parte de un pilar entre dos arcos y el pedazo de piedra que descendía hasta donde debería haber estado la columna colgaba allí, sin nada que lo sostuviera. Evidentemente, el lugar había estado abandonado durante cientos, tal vez miles, de años. -Si ha aguantado hasta ahora, supongo que aguantara un poco más -indicó Digory-. Pero debemos ser muy silenciosos. Ya sabes que un ruido a menudo hace que las cosas se derrumben; como un alud en los Alpes.
Salieron del patio, atravesando otro portal, ascendieron una gran escalinata y recorrieron salas inmensas que se sucedían hasta conseguir que uno se sintiera mareado por el impresionante tamaño del lugar. De vez en cuando les parecía que iban a salir al exterior y ver qué clase de terreno rodeaba el enorme palacio; pero en cada una de esas ocasiones sólo iban a parar a un nuevo patio. Sin duda tenían que haber sido unas estancias magníficas en la época en que la gente vivía en ellas. En uno de los patios había existido una fuente. Un gran monstruo de piedra de alas extendidas se alzaba con la boca abierta y aún se podía ver un pedazo de tubería que sobresalía de ella, por el que el agua había brotado en el pasado. Debajo de la figura había una amplia pila de piedra para contener el agua; pero estaba tan seca como un hueso. En otros lugares se veían los tallos secos de
alguna especie de planta trepadora que se había enroscado a las columnas y ayudado a derribar algunas de ellas. Aquella planta tam- bién había muerto hacía mucho tiempo, y no había ni hormigas ni arañas ni tampoco los seres vivos que uno espera encontrar en las ruinas; y en los puntos en los que la tierra reseca aparecía por entre las losas rotas no había ni hierba ni musgo. Resultaba todo tan deprimente y tan idéntico que incluso Digory pensaba en que lo mejor sería que se pusieran los anillos amarillos y regresaran al cálido y verde bosque vivo del Lugar Intermedio, cuando llegaron ante dos enormes puertas de un metal que posiblemente podría ser oro. Una se encontraba algo entreabierta; así que, claro está, fueron a echar un vistazo. Ambos dieron un salto y aspiraron profundamente: allí por
fin había algo digno de contemplar. Por un segundo pensaron que la habitación estaba llena de gente; cientos de personas, todas sentadas y totalmente inmóviles. Polly y Digory, como puedes imaginar, permanecieron también completamente quietos durante un buen rato, mirando el interior. Finalmente decidieron que lo que veían no podía ser gente real. Ni una sola se movía; tampoco se oía el sonido de una sola respiración. Eran como las figuras de cera más maravillosas que uno hubiera visto jamás. En esa ocasión fue Polly quién tomó la iniciativa. Había algo en aquella habitación que le interesaba más que a Digory: todas las figuras lucían vestidos magníficos. Si a uno le gustaban los vestidos, no podía evitar entrar
para verlos más de cerca. Además el resplandor de sus colores hacía que la habitación pareciera, no exactamente alegre, pero al menos señorial y majestuosa después de todo el polvo y la desolación de las otras. Y, tenía más ventanas y mucha más luz.
Apenas puedo describir sus ropas. Todas las figuras llevaban regias vestiduras y coronas en la cabeza. Las prendas eran de color carmesí, de color gris plateado, de un púrpura intenso y también de un verde brillante, y lucían estampados y dibujos de flores y animales desconocidos, bordados por todas partes. Piedras preciosas de sorprendente tamaño y luminosidad observaban fijamente desde las coronas, colgaban en cadenas alrededor de sus cuellos y atisbaban desde todos aquellos lugares en los que había algo abrochado. -¿Por qué no se han podrido todas estas prendas? ¡Con el tiempo que deben de llevar aquí! -inquirió Polly. -Magia -musitó Digory-. ¿No la percibes? Apuesto a que toda la habitación está
atiborrada de hechizos. Me di cuenta en cuanto entramos. -Cualquiera de estos vestidos valdría cientos de libras esterlinas -dijo ella. Pero Digory estaba más interesado en los rostros, y desde luego eran todos dignos de ser contemplados. Las figuras estaban sentadas en sus tronos de piedra bordeando la habitación y el suelo quedaba libre en la parte central, de modo que se podía recorrer la sala de un extremo a otro e ir contemplando los rostros de uno en uno. -Parecen buena gente -declaró el niño. Polly asintió. Todos los rostros que veían eran tranquilizadores. Tanto hombres como mujeres parecían bondadosos y sensatos, y daban la
impresión de provenir de una raza hermosa. No obstante, después de avanzar unos pasos más por la habitación, los niños se encontraron con rostros que tenían un aspecto algo distinto. Se trataba de caras muy solemnes. Si se tropezase uno con personas vivas que tuvieran aquella expresión, debería tener cuidado de no meter la pata. Tras avanzar un poco más, se encontraron entre caras que no les gustaron: esto sucedió más o menos en la parte central de la habitación. Los rostros de aquella zona tenían un aspecto muy enérgico y también orgulloso y feliz, pero parecían gente cruel; un
poco más adelante parecían más crueles todavía. Más allá seguían siendo crueles pero ya no parecían felices. Eran incluso rostros desesperados: como si la gente a la que pertenecían hubiera hecho cosas espantosas v también padecido cosas horribles. La última de todas las figuras era la más interesante; era una mujer vestida con más suntuosidad aún que los demás, muy alta -aunque todas las figuras de aquella habitación eran más altas que la gente de nuestro mundo-, con una expresión tal de ferocidad y orgullo que lo dejaba a uno sin respiración. Sin embargo, al mismo tiempo era hermosa. Años después, cuando era un anciano, Digory decía que jamás en la vida había conocido a una mujer tan bella. De todos modos es justo decir también que Polly siempre declaró que no pudo ver nada especialmente hermoso en ella.
Esa mujer, como decía, era la última figura: pero quedaba un gran número de sillas vacías después de ella, como si la habitación hubiera estado pensada para una colección mucho mayor de imágenes. -Me encantaría conocer la historia que hay detrás de todo esto! -dijo Digory-. Retrocedamos y echemos un vistazo a esa especie de mesa que hay en el centro de la habitación. Lo que había en el centro de la habitación no era exactamente una mesa. Era una columna cuadrada de un metro veinte de altura, aproximadamente, y sobre ella se alzaba un pequeño arco dorado del que colgaba una campanilla dorada; y junto a ésta descansaba un martillo también dorado, con el cual se golpeaba la campana.
- Me pregunto... me pregunto... me pregunto -empezó a decir Digory. - Mira, parece que hay algo escrito -indicó Polly, inclinándose para observar el lateral de la columna. - ¡Caramba! Parece que sí -confirmó él-; pero naturalmente no podremos leerlo.-¿No podremos? No estoy tan segura. Ambos miraron con atención y, tal como era de esperar, las letras talladas en la piedra eran desconocidas. Pero entonces tuvo lugar un gran prodigio: pues a medida que miraban, a pesar de que la forma de las extrañas letras no cambió en ningún momento, descubrieron que las entendían. Si Digory hubiera recordado lo que él mismo había dicho apenas unos minutos antes, acerca de que la
sala estaba encantada, habría podido adivinar que el hechizo empezaba a actuar; pero la curiosidad lo embargaba de tal modo que no podía pensar en eso. Cada vez ansiaba más averiguar lo que estaba escrito en la columna y, por suerte, no tardaron en saberlo. Lo que decía era algo parecido a esto; al menos éste es el significado del texto, aunque la poesía en la lengua original era mejor: -¡Ni hablar! -exclamó Polly-. No queremos correr peligros de ninguna clase. -Pero ¿no te das cuenta de que no sirve de nada? -dijo Digory-. Ahora no podemos escapar. Nos pasaremos la vida
preguntándonos qué habría sucedido si hubiéramos golpeado la campana. No pienso regresar a casa para luego volverme loco pensando en eso. ¡Ni hablar! -No seas bobo -repuso Polly-. ¡Cómo si eso fuera a pasarle a alguien! ¿Qué importa lo que habría sucedido? -Supongo que cualquiera que haya llegado tan lejos se verá obligado a hacerse preguntas continuamente hasta acabar chiflado. Ésa es la magia que posee, ¿comprendes? Ya noto cómo empieza a hacerme efecto. -Bueno, pues yo no -indicó Polly, malhumorada-. Y dudo mucho que tú lo notes. ¡Estás fingiendo! -Eso es lo que dices tú -dijo Digory-. ¡No lo
Haz tu elección, aventurero desconocido; golpea la campana y aguarda el peligro, o pregúntate hasta enloquecer,qué habría sucedido si lo llegas a hacer.
entiendes porque eres una chica! Las chicas nunca quieren saber nada que no sean habladurías y tonterías sobre bodas de blanco... -¡Has puesto la misma expresión que tu tío! -le increpó Polly. -¿Por qué te vas siempre por las ramas? De lo que estamos hablando es... -¡Típico de hombres! -exclamó ella con una voz muy adulta; pero se apresuró a añadir, con su tono de siempre-: Y no digas que eso es típico de mujeres, o serás un copión asqueroso. -Jamás se me ocurriría llamar mujer a una niña como tú -respondió Digory con altivez. -Ah, así que soy una niña, ¿no es eso? -dijo
Polly, que estaba furiosa de verdad-. Bien, pues no tendrás que preocuparte más por tener a una niña a tu lado. Me voy. Estoy harta de este lugar. Y también estoy harta de ti..., ¡cerdo repugnante, presumido y testarudo! -¡Nada de eso! -exclamó Digory en un tono de voz mucho más desagradable de lo que era su intención; pues vio que la mano de Polly se dirigía hacia su bolsillo para tomar el anillo amarillo. No puedo disculpar lo que hizo a continuación si no es diciendo que lo lamentó muchísimo después, y también lo lamentaron muchas otras personas. Antes de que la mano de la niña llegara al bolsillo, le sujetó con fuerza la muñeca, inclinando su espalda contra el pecho de su amiga. Luego, manteniendo la otra mano de Polly apartada con el codo, se inclinó
delante, levantó el martillo y asestó a la campana dorada un ligero y rápido golpecito. Hecho eso soltó a la niña y ambos se separaron mirándose fijamente el uno al otro y con la respiración entrecortada. Polly empezó a llorar, no de miedo ni tampoco debido a que él le hubiera hecho daño en la muñeca, sino presa de una gran cólera. Sin embargo, en cuestión de dos segundos, los dos tuvieron algo en lo que pensar que les hizo olvidar totalmente su pelea. En cuanto recibió el golpe, la campana emitió una nota, una nota melodiosa tal como se habría esperado de ella, y no muy fuerte. No obstante, en lugar de apagarse de nuevo, la nota siguió sonando; y a medida que sonaba fue subiendo de volumen. Antes de transcurrido un minuto sonaba ya el doble de alto de lo que lo había hecho al principio, y
muy pronto fue tan potente que si los niños hubieran intentado hablar -aunque no pensaban en hablar en aquellos momentos; se limitaban a permanecer allí de pie boquiabiertos- no se habrían oído el uno al otro. Muy pronto fue tan fuerte que ni siquiera gritando se habrían oído mutuamente. Y el sonido siguió aumentando: siempre basado en una nota, un melodioso sonido ininterrumpido, aunque había algo inquietante en su dulzura, hasta que toda la atmósfera de aquella enorme habitación vibró con él y notaron cómo el suelo de piedra temblaba bajo sus pies. Luego, por fin, empezó a mezclarse con otro sonido, vago y catastrófico, que al principio recordó al rugir de un tren lejano y luego al estampido de un árbol al desplomarse. Oyeron algo parecido a grandes pesos que caían. Finalmente, con una repentina ráfaga de aire y un retumbo, y una
sacudida que casi los derribó al suelo, más o menos una cuarta parte del techo situado en un extremo de la habitación se vino abajo, enormes bloques de mampostería cayeron alrededor de los niños, y las paredes se bambolearon. El sonido de la campana se apagó. Las nubes de polvo se disolvieron. Todo volvió a quedar muy silencioso. Jamás se descubrió si la caída del techo fue parte de la magia o si aquel insoportable y fuerte sonido procedente de la campana había emitido por casualidad una nota que era más de lo que las medio desmoronadas paredes podían soportar. - ¡Ya está! Espero que estés satisfecho -jadeó Polly. - Bueno, al menos se ha acabado.
Y los dos pensaron que así era; pero jamás habían estado tan equivocados.
Los niños estaban frente a frente, uno a cada lado del pilar en el que colgaba la campana, temblorosa aún, aunque ya no emitía ninguna nota. De improviso escucharon un ruido quedo procedente del extremo de la habitación que seguía intacto, y se volvieron veloces como el rayo para averiguar qué era. Una de las figuras de largas vestiduras, la más alejada, la mujer que Digory consideraba tan hermosa, se alzaba en aquellos momentos de su asiento. Una vez en pie, los niños se dieron cuenta de que era aún más alta de lo que habían pensado. Y podía verse al instante, no sólo por su corona y ropajes, sino por el centelleo de los ojos y la curva de los labios, que era una gran reina. La mujer paseó la mirada por la habitación y vio los destrozos y también a los niños, pero su rostro no dejaba adivinar qué pensaba de ninguna de las dos cosas, ni si se sentía sorprendida. Se adelantó con zancadas
CAPÍTULO 5La Palabra Deplorable
largas y veloces. -¿Quién me ha despertado? ¿Quién ha roto el hechizo? -preguntó. -Creo que he sido yo -respondió Digory.
-¡Tú! -exclamó la reina, posando la mano en el hombro del niño; era una mano blanca y hermosa, pero Digory también notó que era fuerte como unas tenazas de acero-. ¿Tú? Pero si no eres más que un niño, un niño vulgar. Cualquiera puede darse cuenta a primera vista de que no posees ni una gota de sangre real o noble en tus venas. ¿Cómo se ha atrevido alguien como tú a entrar en esta casa? -Hemos venido de otro mundo; mediante la magia -dijo Polly, que pensó que ya era hora de que la reina le prestara un poco de atención a ella además de a Digory. -¿Es eso cierto? -inquirió la mujer, sin dejar de mirar al niño y sin dedicar ni una mirada a Polly. - Sí -respondió él.
La reina puso la otra mano bajo la barbilla del niño y tiró hacia arriba de ella para poder contemplar mejor su rostro. Digory intentó sostenerle la mirada pero no tardó en bajar la vista. Había algo en los ojos de la mujer que lo intimidaba. Tras estudiarlo durante más de un minuto, la dama le soltó la barbilla y declaró: - No eres mago. No tienes la marca. Debes de ser sólo el sirviente de un mago. Para viajar hasta aquí te has servido de la magia de otro. - La de mi tío Andrew -dijo Digory. En aquel momento, no en la habitación misma pero procedente de un lugar muy próximo, se escuchó, primero un retumbo, luego un crujido y por fin el estruendo de la mampostería al caer; a continuación el suelo tembló.
-Este lugar es muy peligroso -indicó la reina-. Todo el palacio se está haciendo pedazos. Si no salimos de él en unos minutos quedaremos enterrados bajo las ruinas. -Lo dijo con la tranquilidad de quien pregunta qué hora es-. Vamos -añadió, y tendió una mano a cada niño. Polly, a quien la mujer no le inspiraba confianza y se sentía más bien malhumorada, no habría permitido que la tomara de la mano de haber podido evitarlo; pero aunque la mujer hablaba con calma, sus movimientos era tan veloces como el pensamiento. Antes de que la niña supiera qué le sucedía, su mano derecha había quedado atrapada en una mano que superaba tan ampliamente en tamaño y fuerza a la suya que no pudo hacer nada para impedirlo.
«Es una mujer terrible -pensó-. Tiene tanta fuerza que puede romperme el brazo con un movimiento. Y ahora que me sujeta la mano izquierda no puedo alcanzar el anillo amarillo. Si intentara alargar el brazo e introducir la mano derecha en el bolsillo izquierdo me sería imposible alcanzarlo antes de que ella me preguntara qué hago. Pase lo que pase no debemos permitir que conozca la existencia de los anillos. Realmente espero que Digory tenga el sentido común de mantener la boca cerrada. Ojalá pudiera hablar con él a solas.» La reina los condujo fuera de la Galería de las Imágenes a un largo pasillo y luego a través de todo un laberinto de vestíbulos, escaleras y patios. Una y otra vez oían cómo se desplomaban partes del enorme palacio, a veces muy cerca de ellos. En una ocasión un arco enorme se precipitó con un gran
estruendo al suelo apenas unos instantes después de que ellos lo hubieran cruzado. La mujer andaba rápido -los niños se veían obligados a trotar para mantenerse a su altura- pero no mostraba ningún temor. Digory pensaba: «Es tan increíblemente valiente. Y fuerte. ¡Es lo que yo llamo una reina! Deseo con todas mis fuerzas que nos cuente la historia de este lugar». En realidad sí que les contó algunas cosas mientras avanzaban: «Ésa es la puerta de las mazmorras», les decía, por ejemplo, o «Aquel pasillo conduce a las principales cámaras de tortura», o «Ésta es la vieja sala de banquetes donde mi bisabuelo invitó a setecientos nobles a un festín y los mató a todos antes de que hubieran tenido tiempo de beber hasta hartarse, porque
habían pensado en rebelarse». Llegaron por fin a un vestíbulo mucho más grande y soberbio que ninguno de los otros que ya habían visto. A juzgar por su tamaño y las enormes puertas situadas al otro extremo, Digory se dijo que debían de estar llegando por fin a la entrada principal. En eso no se equivocaba. Las puertas eran de un negro opaco que podía ser madera de ébano o de algún metal negro que no se encontraba en nuestro mundo. Estaban atrancadas mediante grandes barras, la mayoría de ellas situadas a demasiada altura para poder alcanzarlas y todas excesivamente pesadas para conseguir alzarlas. El niño se preguntó cómo saldrían. La reina le soltó la mano y alzó el brazo, y a continuación se irguió todo lo que pudo y se quedó muy tiesa. Luego dijo algo que no
entendieron, pero que sonó horrible, e hizo un movimiento como si lanzara algo en dirección a las puertas. Y aquellas puertas enormes y pesadas temblaron durante un segundo como si estuvieran hechas de seda y luego se desintegraron hasta que no quedó de ellas más que un montón de polvo en el umbral. - ¡Vaya! -exclamó Digory. - ¿Tiene tu señor mago, tu tío, poder como el mío? -preguntó la reina, volviendo a agarrar con firmeza la mano del niño-. Ya lo averiguaré más tarde. Entretanto, recordad lo que habéis visto. Esto es lo que les sucede a las cosas y a las personas que se convierten en un obstáculo en mi camino. Por el umbral ahora despejado penetraba mucha más luz de la que habían visto hasta
el momento en aquel país y, cuando la mujer los condujo al exterior a través de él, no los sorprendió encontrarse al aire libre. El viento que soplaba sobre sus rostros era frío, pero a la vez un poco viciado. Observaban desde una terraza elevada, y a sus pies se extendía un amplio panorama.
Muy bajo y cerca de la línea del horizonte flotaba un enorme sol rojo, mucho mayor que el nuestro. Digory tuvo inmediatamente la impresión de que también era mucho más viejo: un sol que se hallaba cerca del final de su existencia, cansado de contemplar aquel mundo. A la izquierda del sol, y algo más alta, había una única estrella, grande y luminosa. Aquéllas eran las únicas dos cosas que se podían ver en el oscuro firmamento; formaban un grupo deprimente. Y en tierra, en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una ciudad inmensa en la que no se veía ni un ser vivo. Y todos los templos, torres, palacios, pirámides y puentes proyectaban largas sombras de aspecto desastroso a la luz de aquel sol marchito. En el pasado un gran río había discurrido a través de la ciudad, pero el agua había desaparecido hacía ya mucho tiempo, y en
aquellos momentos no quedaba otra cosa que una amplia zanja de polvo gris. -Contemplad bien lo que ningún ojo volverá a ver nunca jamás -anunció la reina-. Esto era Charn, la gran ciudad, la ciudad del Gran Rey, el asombro del mundo, tal vez de todos los mundos. ¿Gobierna tu tío una ciudad tan grande como ésta, muchacho? -No -respondió Digory. Estaba a punto de explicar que el tío Andrew no gobernaba ninguna ciudad, pero ella siguió diciendo: -Ahora está en silencio. Sin embargo, yo he estado aquí cuando el aire estaba lleno de los ruidos de Charn; el sonido de las pisadas, el crujido de las ruedas, el chasquear de los
látigos y el gemir de los esclavos, el retumbar de los carruajes, y el golpear de los tambores para los sacrificios de los templos. He estado aquí, pero eso fue cerca del final, cuando el tronar de la batalla emergió de todas las calles y el río de Charn fluyó rojo. -Hizo una pausa y añadió-: En un solo instante una mujer la aniquiló para siempre. - ¿Quién? -inquirió Digory con voz desfallecida; pero ya había adivinado la respuesta. -Yo -declaró la reina-. Yo, Jadis, la última reina, pero la Reina del Mundo. Los dos niños permanecieron callados, temblando por el aire helado. - Fue culpa de mi hermana -siguió ella-. Me empujó a hacerlo. ¡Que la maldición de todos
los Poderes caiga sobre ella para siempre! Yo estaba dispuesta a firmar la paz en cualquier momento; sí, y a perdonarle la vida también, si me hubiera entregado el trono. Pero no quiso. Su orgullo ha destruido el mundo entero. Incluso después del inicio de la guerra, se hizo una solemne promesa de que ningún bando utilizaría la magia. Sin embargo, cuando ella rompió su promesa, ¿qué podía hacer yo? ¡Estúpida! ¡Cómo si no supiera que poseía más magia que ella! Incluso sabía que yo tenía el secreto de la Palabra Deplorable. ¿Pensaba acaso, pues siempre fue un ser débil, que no la utilizaría? -¿Cuál era? -quiso saber Digory. -Ése era el mayor secreto de todos los secretos -respondió la reina Jadis-. Desde tiempos inmemoriales los grandes reyes de nuestra raza habían sabido que existía una
palabra que, si se pronunciaba con el ceremonial adecuado, destruiría a todos los seres vivos excepto al que la pronunciase. Sin embargo, los antiguos reyes eran débiles y blandos y, mediante terribles juramentos, se obligaron a sí mismos y a todos los que les sucedieran a no intentar averiguar jamás cuál era esa palabra. Pero yo la aprendí en un lugar recóndito y pagué un precio altísimo por ella. No la usé hasta que ella me obligó a hacerlo. Intenté derrotarla por todos los demás medios posibles. Vertí la sangre de mis ejércitos como si fuera agua... -¡Sabandija! -masculló Polly. -La última gran batalla -prosiguió la mujer- se prolongó encarnizadamente durante tres días aquí, en la misma Charn. Durante tres días contemplé los combates desde este mismo
sitio. No utilicé mi poder hasta que no hubo caído el último de mis soldados, y la miserable mujer, mi hermana, a la cabeza de sus rebeldes, había ascendido ya la mitad de esa gran escalinata que conduce desde la ciudad al mirador. Entonces aguardé hasta que estuvimos tan cerca que podíamos vernos las caras. Sus perversos y horribles ojos centellearon sobre mi persona y dijo: «Victoria». «Sí», respondí, «victoria, pero no para ti.» Entonces pronuncié la Palabra Deplorable. Al cabo de un instante yo era el único ser vivo bajo el sol. -Pero ¿y la gente? -preguntó Digory con voz entrecortada. -¿Qué gente, muchacho? -Toda la gente de a pie -dijo Polly- que no le
había hecho a usted ningún daño. ¿Y las mujeres, los niños y los animales? -¿Es qué no lo comprendes? -replicó la reina, que se dirigía siempre a Digory únicamente-. Yo era la reina. Todos eran mis súbditos. ¿Para qué otra cosa servían si no era para cumplir mi voluntad? - Pues vaya mala suerte que tuvieron -indicó él. - Había olvidado que no eres más que un muchacho vulgar. ¿Cómo podrías comprender las razones de Estado? Debes aprender, niño, que lo que podría resultar incorrecto para ti o para cualquier persona corriente no lo es para una gran reina como yo. El peso del mundo descansa sobre nuestros hombros, y por lo tanto debemos estar libres de toda regla. El
nuestro es un destino sublime y solitario. Digory recordó de repente que el tío Andrew había usado exactamente las mismas palabras, aunque sonaron mucho más solemnes cuando la reina Jadis las pronunció; tal vez se debiera a que su tío no medía más de dos metros de estatura ni poseía una belleza deslumbrante. -Y ¿qué hizo usted entonces? -preguntó el niño. -Con anterioridad ya había lanzado poderosos hechizos en la Galería que ocupan las imágenes de mis antepasados, y aquellos hechizos poseían la facultad de hacer que yo durmiera entre ellos, como si también fuera una imagen, sin necesitar comida ni fuego, aunque transcurrieran mil años, hasta que
llegara alguien, golpeara la campana y me despertara. - ¿Fue la Palabra Deplorable la que hizo que el sol se volviera así? -preguntó Digory. - ¿Cómo? -inquirió Jadis. -Tan grande, tan rojo, y tan frío. -Siempre ha sido así. Al menos, durante cientos de miles de años. ¿Tenéis un sol distinto en vuestro mundo? -Sí, es más pequeño y amarillo. Y desprende mucho más calor. La reina profirió un prolongado «¡Aaaah!», y el niño vio en su rostro aquella misma expresión ansiosa y codiciosa que no hacía mucho había
observado en su tío. - De modo que -dijo la mujer- el vuestro es un mundo más joven. Calló unos instantes para mirar una vez más la desierta ciudad -y si lamentaba todo el mal que había causado allí, desde luego no lo demostró- y luego dijo: -Ahora, pongámonos en marcha. Hace frío aquí, en el fin de todas las eras. - Y ¿adónde vamos a ir? -preguntaron al unísono los dos niños. -¿A dónde? -repitió Jadis, sorprendida-. Pues a vuestro mundo, desde luego. Polly y Digory se miraron estupefactos. Polly
había sentido antipatía por la reina desde el principio; e incluso Digory, ahora que había oído el relato, sentía que ya había tenido bastante y no quería saber nada más de ella. Desde luego, no era en absoluto la clase de persona que a uno le gustaría llevar a casa, y aunque quisieran hacerlo, tampoco sabían cómo podrían. Lo que deseaban era escapar, pero Polly no podía alcanzar su anillo y, evidentemente, Digory no podía marcharse sin ella. Digory enrojeció profundamente y tartamudeó. -A... a... nuestro mundo. No sabía que usted quisiera ir allí. - ¿Para qué otra cosa te enviaron si no era para venir a buscarme? -inquirió Jadis. - Estoy seguro de que no le gustaría nada
nuestro mundo -declaró él-. No es la clase de sitio al que está acostumbrada, ¿verdad, Polly? Es muy aburrido; no es digno de ser contemplado, en realidad. -No tardará en ser digno de ser contemplado cuando yo lo gobierne -respondió la reina.-Eh..., pero no puede -dijo Digory-. No se hace así. No la dejarían, ¿sabe? La reina le dedicó una desdeñosa sonrisa. - Muchos grandes reyes -declaró- creyeron que podían oponerse a la Casa de Charn. Sin embargo, todos fueron vencidos, ¡y hasta sus nombres han caído en el olvido! ¡Niño estúpido! ¿Crees que yo, con mi belleza y mi magia, no podré tener a todo tu mundo a mis pies antes de que haya transcurrido un año? Prepara tus
sortilegios y condúceme allí de inmediato. - Esto es espantoso -dijo Digory a Polly. - Tal vez temas por ese tío tuyo -comentó Jadis-. Pero si me honra como es debido, conservará la vida y el trono. No voy a ir a combatir contra él. Sin duda es un gran mago, si ha encontrado el modo de enviarte aquí. ¿Es rey de todo tu mundo o sólo de una parte? -No es rey de ningún sitio -respondió Digory. -Mientes -replicó ella-. ¿Acaso no va la magia siempre unida a la sangre real? ¿Quién oyó hablar jamás de personas normales y corrientes que fueran magos? Distingo la verdad tanto si la dices como si no. Tu tío es el gran rey y hechicero de tu mundo. Mediante su arte ha obtenido la visión de mi rostro, en
algún espejo mágico o estanque encantado; y por amor a mi belleza ha creado un poderoso conjuro que ha estremecido tu mundo hasta sus cimientos y te ha enviado través del inmenso abismo que separa unos mundos y otros para buscar mi favor y conducirme hasta él. Respóndeme: ¿es así como sucedió? -Pues, no exactamente. -¿No exactamente? -gritó Polly-. Pero ¡si esto no tiene ni pies ni cabeza! ¡Vaya majadería! -¡Esbirros! -exclamó la reina, revolviéndose enfurecida contra Polly a la vez que la agarraba del pelo, por la parte de la coronilla, que es donde más duele; pero al hacerlo soltó las manos de ambos niños. - Ahora -gritó Digory.
- ¡Rápido! -chilló Polly. Hundieron la mano izquierda en el bolsillo, y no necesitaron siquiera ponerse los anillos. En cuanto los tocaron, todo aquel mundo sombrío se esfumó de su vista, y se encontraron ascendiendo a toda velocidad, en dirección a una cálida luz verde que brillaba sobre sus cabezas.
-¡Suelta! ¡Suelta! -aulló Polly. -¡No te estoy tocando! -protestó Digory. Entonces sus cabezas salieron del estanque y, de nuevo, la soleada quietud del Bosque entre los Mundos los envolvió, y éste pareció más espléndido y tranquilo que nunca tras la rancidez y las ruinas del lugar que acababan de abandonar. Creo que, de haber tenido la oportunidad, habrían olvidado otra vez quiénes eran y de dónde venían; se habrían acostado en el suelo y habrían disfrutado, medio dormidos, escuchando crecer los árboles. Pero en aquella ocasión hubo algo que los mantuvo más que despiertos, pues en cuanto salieron y se encontraron sobre la hierba, descubrieron que no estaban solos. La reina, o la bruja, como uno prefiera llamarla, había ascendido con ellos, bien sujeta a los cabellos de Polly.
CAPÍTULO 6El principio de los problemas del tío Andrew
Ése era el motivo por el que la niña gritaba «¡Suelta! ¡Suelta!». Aquello demostró, de paso, otra cosa sobre los anillos que el tío Andrew no le había dicho a Digory porque él tampoco lo sabía. Para poder saltar de mundo en mundo mediante uno de aquellos anillos no era necesario llevarlo puesto ni tocarlo uno mismo; era suficiente si uno tocaba a alguien que lo estuviera tocando. De modo que funcionaban igual que un imán; y todo el mundo sabe que si levantas un alfiler con un imán, cualquier otro alfiler que toque al primero se levantará también. Ahora que la veían en el bosque, la reina Jadis tenía un aspecto distinto. Estaba mucho más pálida que antes; tan pálida que apenas conservaba su belleza. Además, andaba encorvada y parecía que le costara trabajo
respirar, como si el aire de aquel lugar la ahogara. Ninguno de los niños le tuvo el menor miedo entonces. -¡Suéltame el pelo! -ordenó Polly-. ¿Qué pretendes con eso? -¡Vamos! Suéltale el pelo. Ahora mismo -instó Digory. Los dos giraron y forcejearon con la mujer. Eran más fuertes que ella y en unos pocos segundos la obligaron a soltarlos. La reina retrocedió tambaleante, entre jadeos, y en sus ojos había una expresión de terror. -¡Rápido, Digory! -dijo Polly-. Cambiemos de anillos y entremos en el estanque que lleva a casa.
-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Tened compasión! -chilló la bruja con voz débil, yendo tras ellos con pasos vacilantes-. Llevadme con vosotros. No puede ser que queráis abandonarme en este lugar horrible. Me está matando. -Es una razón de Estado -respondió Polly con rencor-. Igual que cuando mataste a toda esa gente en tu propio mundo. Apresúrate, Digory.Se habían puesto los anillos verdes, pero el niño dijo: -¡Caramba! ¿Qué debemos hacer? -No podía evitar sentir lástima por la reina. -¡No seas tonto! -increpó Polly-. Diez a uno a que sólo está fingiendo. Anda, vamos. Y a continuación los dos niños se sumergieron en el estanque que conducía a casa.
«¡Suerte que hicimos esa marca!», pensó Polly. Mientras saltaban, no obstante, Digory sintió que un dedo largo y frío y un pulgar lo habían sujetado de la oreja, y a medida que se hundían y las formas confusas de nuestro propio mundo empezaban a aparecer, la presión de aquel dedo y aquel pulgar fue creciendo. Al parecer la bruja empezaba a recuperar fuerzas. Digory forcejeó y asestó patadas, pero no le sirvió absolutamente de nada. Al cabo de un instante se encontraron en el estudio del tío Andrew; y allí estaba su tío en persona, contemplando bo- quiabierto a la maravillosa criatura que Digory había traído desde el más allá.
Y ya lo creo que tenía motivos para mirarla con asombro. Digory y Polly también lo hacían. No existía la menor duda de que la bruja se había recuperado de su desmayo; y ahora que uno la contemplaba en nuestro propio mundo, con objetos corrientes a su alrededor, realmente lo dejaba a uno sin aliento. En Charn había resultado inquietante: en Londres, resultaba aterradora. En primer lugar, no se habían dado cuenta hasta entonces de lo grande que era. «No parece humana», fue lo que pensó el niño al mirarla; y tal vez estaba en lo cierto, pues hay quien dice que hay sangre de gigantes en la familia real de Charn. Pero su estatura no era nada comparada con su belleza, su fiereza y su brutalidad. Parecía diez veces más viva que la mayoría de la gente con la que uno se tropieza en Londres, y el tío Andrew no dejaba de hacer reverencias y de frotarse las manos,
con una expresión, la verdad sea dicha, sumamente asustada. Parecía una criatura insignificante al lado de la bruja. Y sin embargo, tal como Polly dijo después, existía una especie de parecido entre el rostro de la mujer y el de él, algo en la mirada. Era la expresión que tienen todos los magos perversos, la «Marca» que Jadis había dicho que no encontraba en el rostro de Digory. Algo bueno que resultó de verlos a los dos juntos fue que Digory ya no sentiría miedo del tío Andrew jamás, igual que uno tampoco sentiría miedo de un gusano después de haberse tropezado con una serpiente de cascabel ni le temería a una vaca después de enfrentarse a un toro enloquecido. «¡Bah! -pensó Digory-. ¿"Él", un mago? ¡No! ¡"Ella" sí que es genuina!»
todos los peligros, en la medida de lo posible, recayeran en otras personas. Nada parecido a aquello le había sucedido jamás. Entonces Jadis habló, no muy fuerte, pero había algo en su voz que hizo que toda la habitación se estremeciera. -¿Dónde está el mago que me ha traído a este mundo? -Ah... ah... señora -jadeó el tío Andrew-. Me siento muy honrado... sumamente satisfecho... Un muy inesperado placer... Si al menos hubiera tenido tiempo de efectuar algunos preparativos... -¿Dónde está el mago, estúpido? -insistió Jadis.
El tío Andrew seguía frotándose las manos y haciendo reverencias. Intentaba decir algo muy educado, pero se le había secado la boca de tal modo que no podía hablar. El éxito de su«experimento» con los anillos, como él lo llamaba, se le escapaba de las manos, pues, aunque había mantenido escarceos con la magia durante años, siempre había dejado que
-Yo... yo, señora. Espero que disculpe cualquier... eh... libertad que estos traviesos chiquillos puedan haberse tomado. Le aseguro que no existía la menor intención de... -¿Tú? -dijo la reina con una voz aún más terrible. Luego, de una zancada, cruzó la habitación, agarró un buen puñado de los grises cabellos del tío Andrew y le echó hacia atrás la cabeza de modo que el rostro del hombre se alzara hacia el de ella. A continuación estudió su cara del mismo modo que había estudiado la de Digory en el palacio de Charn. El anciano pestañeó y se lamió los labios nerviosamente durante todo el escrutinio. Finalmente la mujer lo soltó, de un modo tan repentino que lo envió, trastabillando, contra la pared.
-Ya veo -dijo la reina en tono despectivo-, eres un mago... más o menos. Levántate, perro, y no te quedes ahí tumbado como si hablaras con tus iguales. ¿Cómo es que sabes magia? No tienes sangre real, podría jurarlo. -Bien... ah... tal vez no en el sentido estricto de la palabra -tartamudeó el tío Andrew-. No exactamente real, señora. Los Ketterley son, no obstante, una familia muy antigua. Un
antigua familia del condado de Dorset, señora. Silencio -dijo la bruja-, ya comprendo lo que eres: un insignificante mago mercachifle que actúa siguiendo normas y libros; no existe auténtica magia ni en tu sangre ni en tu corazón. En mi mundo acabamos con los de tu clase hace mil años, pero aquí te permitiré que seas mi siervo. - Me sentiría muy feliz... estaría encantado de ser de utilidad... todo un pla...placer, se lo aseguro. - ¡Silencio! Hablas demasiado. Presta atención a tu primera tarea. Veo que nos encontramos en una ciudad grande, así que consígueme un carruaje o una alfombra voladora o un dragón bien adiestrado, o lo que acostumbre utilizar la gente de la realeza y la
nobleza en tu país. Luego llévame a lugares donde pueda conseguir ropas, joyas y esclavos dignos de mi categoría. Mañana iniciaré la conquista de este mundo. -I...i...iré a pedir un coche de caballos al instante -jadeó el tío Andrew. -Detente -le dijo la bruja, justo cuando alcanzaba la puerta-. Ni sueñes siquiera con traicionarme. Mis ojos pueden ver a través de paredes y en las mentes de los hombres. Estarán puestos en ti vayas a donde vayas. A la primera señal de desobediencia lanzaré tales hechizos sobre tu persona que cualquier cosa sobre la que te sientes te parecerá un hierro al rojo vivo, y cada vez que te acuestes en una cama habrá bloques invisibles de hielo a tus pies. ¡Ahora vete!
El anciano salió, igual que un perro con el rabo entre las piernas. Los niños temieron entonces que Jadis tuviera algo que decirles sobre lo sucedido en el bosque. No obstante, lo cierto fue que jamás lo mencionó, ni entonces ni después. Creo, igual que opina Digory, que su mente era incapaz de recordar aquel lugar silencioso, y no importaba lo a menudo que uno la llevara allí ni el tiempo que la dejara en aquel lugar, la mujer seguía sin saber que existía. Al quedarse sola entonces con los niños, tampoco prestó la menor atención a ninguno de ellos; lo que también era muy propio de ella. En Charn no había prestado atención a Polly, hasta el último momento, porque era Digory la persona que deseaba utilizar. Supongo que la mayoría de brujas se comportan así, y no sienten interés por cosas o personas a menos
que puedan utilizarlas; son criaturas terriblemente prácticas. Así pues reinó el silencio en la habitación durante un minuto o dos, aunque uno podía darse cuentapor el modo en que Jadis golpeaba con el pie en el suelo que la mujer empezaba a impacientarse.
-¿Qué está haciendo ese viejo idiota? -dijo por fin, como si hablara consigo misma-. Debería haber traído un látigo.Dicho eso abandonó la habitación majestuosamente en persecución del tío Andrew sin dedicar ni
una mirada a los niños. -¡Uf! -exclamó Polly, soltando un largo suspiro de alivio-. Y ahora debo ir a casa. Es tremendamente tarde. Me regañarán. -De acuerdo, pero regresa tan pronto como puedas -dijo Digory-. Es espantoso tenerla aquí. Debemos organizar algún plan. -Eso es cosa de tu tío -declaró ella-. Fue él quien empezó a jugar con la magia. -De todas formas, regresarás, ¿verdad? Diablos, no puedes dejarme solo en un apuro como éseberías decir que lo sientes?- ¿Sentirlo? -exclamó él-. Vaya, ¡a ver si eso no es típico de una chica! ¿Qué he hecho?-Nada, desde luego -repuso ella en tono sarcástico-. Tan sólo estuviste a punto de
desenroscarme la muñeca en la sala de las figuras de cera, como un vulgar matón cobarde; golpeaste la campana con el martillo, como un idiota, y retrocediste allá en el bosque de modo que ella tuvo tiempo de agarrarte antes de que saltásemos al interior de nuestro estanque. Eso es todo. - ¡Oh! -dijo Digory, muy sorprendido-. Bueno, de acuerdo. Lo siento. De verdad lamento lo sucedido en la habitación de las figuras de cera. Ya está: ya he dicho que lo siento. Y ahora, sé buena chica y regresa. Estaré en un aprieto increíble si no lo haces. -No veo qué puede sucederte. Es el señor Ketterley quien se va a sentar sobre sillas al rojo vivo y encontrará hielo en su cama, ¿no es cierto?
- No se trata de eso. Lo que me preocupa es mi madre. Supongamos que esa criatura entrara en su habitación. Podría darle un susto de muerte. -Vaya, comprendo -respondió Polly, en un tono de voz distinto-. De acuerdo; hagamos las paces. Regresaré, si puedo. Pero ahora debo irme. Y se deslizó por la puertecilla al interior del túnel; y aquel lugar oscuro situado entre las vigas que había parecido tan emocionante y lleno de aventuras unas pocas horas antes, le resultó entonces tranquilo y acogedor. Pero volvamos al tío Andrew, pues su pobre y viejo corazón latía violentamente mientras descendía tambaleante la escalera del desván y no dejaba de secarse la frente con un
pañuelo. Cuando llegó a su dormitorio, que se encontraba en el piso de abajo, se encerró en él con llave, y lo primero que hizo fue buscar a tientas en el armario una botella y una copa que siempre ocultaba allí, donde la tía Letty no podía encontrarlas. Se sirvió un trago de alguna desagradable bebida de adultos y la vació de un trago. A continuación aspiró con fuerza. -¡Madre mía! -dijo para sí-. Estoy alteradísimo. ¡Esto es increíble! ¡Y a mi edad! Se sirvió una segunda copa y también la vació; luego empezó a cambiarse de ropa. Tú no habrás visto nunca prendas como aquéllas, pero yo las recuerdo bien. Se puso un cuello almidonado, muy alto y brillante, de esos que te obligaban a mantener la barbilla alzada todo el tiempo. Se colocó un chaleco blanco con
bordados y dispuso la cadena de oro de su reloj sobre la parte frontal. Se enfundó en su mejor levita, la que guardaba para bodas y funerales, y a continuación tomó su mejor sombrero de copa y le sacó lustre. Sobre el tocador había un jarrón con flores, que la tía Letty había colocado allí, así que tomó una y se la puso en el ojal. También sacó un pañuelo limpio, uno muy bonito, de los que ya no se encuentran hoy en día, del cajón pequeño de la izquierda y depositó unas gotas de perfume en él. Para finalizar, asió su monóculo, uno con una gruesa cinta negra, y se lo encajó en el ojo; hecho todo eso, se contempló en el espejo. Los niños hacen tonterías a su manera, como es bien sabido, y los adultos también, pero de otro modo. En aquel momento el tío Andrew empezaba a hacer el ridículo de un modo propio de un adulto. Ahora que la bruja ya no
estaba en la misma habitación que él, comenzaba a olvidar rápidamente cómo lo había asustado y pensaba cada vez más en su maravillosa belleza. No dejaba de decirse: «Una mujer magnífica, sí señor, una mujer magnífica. Una criatura espléndida». También se las había arreglado para olvidar que habían sido los niños quienes habían encontrado a la «criatura espléndida»: se sentía como si él mismo, gracias a su magia, la hubiera hecho venir desde un mundo desconocido. - Andrew, amigo mío -se dijo mientras se contemplaba en el espejo-, te conservas increíblemente bien para tu edad. Eres un hombre de aspecto distinguido. Como puedes ver, el iluso anciano realmente empezaba a imaginar que la bruja se enamoraría de él. Seguro que las dos copas
tenían algo que ver con la idea, y también sus mejores ropas. De todos modos, él siempre era tan presumido como un pavo real; por eso se había convertido en mago. Abrió la puerta, bajó la escalera, envió a la criada en busca de un coche de caballos - todo el mundo tenía gran cantidad de criados en aquellos tiempos- y echó una ojeada al salón. Allí, como ya esperaba, encontró a la tía Letty, muy ocupada en remendar un colchón que estaba colocado en el suelo, cerca de la ventana, con ella arrodillada encima. - Ah, Letitia, querida - saludó-. Tengo... ah... tengo que salir. Necesito que me prestes cinco libras, anda, sé una buena xica. Tío Andrew siempre decía «xica» en lugar de chica.
- No, Andrew, querido - respondió la tía Letty con su voz firme y tranquila, sin alzar los ojos de su tarea-; te he dicho innumerables veces que no te prestaré dinero.-Oh, vamos, no seas pesada, mi querida xica -insistió el tío Andrew-. Es muy importante. ¿Es que no ves que me colocas en una posición muy incómoda si no lo haces?
-Andrew -replicó la tía Letty, mirándolo directamente a la cara-, me sorprende que no te dé vergüenza pedirme dinero. Existía una larga y aburrida historia de adultos tras aquellas palabras, pero todo lo que necesitas saber al respecto es que el tío Andrew, entre mucho decir que él se ocuparía de «administrar las cuestiones financieras de la querida Letty por ella» sin llegar a hacerlo nunca, y contraer enormes deudas por la compra de coñac y tabaco (facturas que la tía Letty pagaba una y otra vez), había dejado a su hermana bastante más pobre de lo que lo era treinta años atrás. -Mi querida muchacha -insistió él-, no lo comprendes. Me han surgido unos cuantos gastos inesperados.
Debo atender ciertos compromisos sociales. Vamos, no seas pesada.-Y ¿con quién, pregunto yo, tienes ese compromiso social, Andrew? -inquirió ella. -Un... una visitante muy distinguida acaba de llegar. -¡Distinguida, bobadas! -exclamó la tía Letty-. Nadie ha llamado a la campanilla de la puerta durante la última hora. En ese momento la puerta se abrió violentamente de par en par. Tía Letty volvió la mirada y vio con asombro que una mujer enorme, vestida con gran magnificencia, con los brazos al descubierto y ojos centelleantes, se hallaba de pie en el umbral. Era la bruja.
-Y bien, esclavo, ¿cuánto tiempo debo esperar mi carruaje? -tronó la bruja. El tío Andrew se encogió, asustado. Ahora que la mujer estaba presente de verdad, todas las ideas estúpidas que había tenido mientras se contemplaba en el espejo se esfumaron. Por su parte, la tía Letty abandonó al momento su posición arrodillada y avanzó hacia el centro mismo de la habitación. -Y ¿quién es esta joven, Andrew, si se me permite preguntarlo? -dijo con voz glacial. -Una distinguida extranjera..., un... una per... persona muy importante -tartamudeó. -¡Tonterías! -exclamó la tía Letty, y luego, volviéndose hacia la bruja-: Sal de mi casa inmediatamente, desvergonzada, o llamaré a
CAPÍTULO 7Lo que sucedió ante la puerta principal
palabras tan horrorosas eran una frase hecha muy vulgar, exclamó: - Ya decía yo... Esta mujer está borracha. ¡Borracha! Ni siquiera es capaz de hablar con claridad. Para la bruja fue sin duda un momento terrible cuando comprendió, de repente, que su poder para convertir en polvo a las personas, que había sido muy real en su propio mundo, no iba a funcionar en el nuestro. Sin embargo, no perdió el coraje ni siquiera por un instante. Sin malgastar un solo pensamiento en la decepción sufrida, se abalanzó al frente, agarró a tía Letty por el cuello y las rodillas, la alzó por encima de su cabeza como si no pesara más que una muñeca, y la arrojó al otro extremo de la habitación. Mientras la tía Letty volaba aún por los aires, la criada -que
la policía. Pensaba que la desconocida pertenecía a un circo y no le parecía correcto que la gente fuera por ahí con los brazos al descubierto. -¿Quién es esta mujer? -inquirió Jadis-. De rodillas, sierva, antes de que te fulmine. - En esta casa nadie me levanta la voz, jovencita -la reprendió la tía Letty. Al instante, al menos así se lo pareció al tío Andrew, la reina se irguió a una mayor altura, si eso era posible. Sus ojos relampaguearon, y extendió el brazo con el mismo gesto y las mismas palabras horribles que hacía poco habían convertido en polvo las puertas del palacio de Charn. Pero nada sucedió excepto que la tía Letty, pensando que aquellas
estaba disfrutando de una mañana de lo más emocionante- introdujo la cabeza por la puerta y dijo: - Con su permiso, señor, el coche de caballos espera. - Te sigo, esclavo -indicó la bruja al tío Andrew. El anciano empezó a refunfuñar algo sobre «violencia lamentable... realmente debo protestar», pero una simple mirada de Jadis lo hizo enmudecer de golpe. La mujer lo sacó de la habitación y de la casa; Digory bajó corriendo la escalera a tiempo de ver que la puerta de la calle se cerraba tras ellos. - ¡Cáscaras! -exclamó-. Ahora anda suelta por la ciudad. Y con el tío Andrew. Me gustaría
saber qué sucederá ahora. - Vaya, señorito Digory -dijo la criada, que disfrutaba una barbaridad-. Me parece que la señorita Ketterley se ha hecho daño. Los dos se precipitaron al salón para averiguar qué había sucedido. Si la tía Letty hubiera caído sobre tablas desnudas o incluso sobre la alfombra, supongo que se le habrían roto todos los huesos: pero por una inmensa suerte había ido a caer sobre el colchón. La mujer era una anciana dura de pelar: las mujeres a menudo lo eran en aquellos tiempos. Una vez que hubo aspirado unas cuantas sales y permanecido sentada muy quieta unos minutos, declaró que se hallaba perfectamente, aparte de tener unas cuantas marcas de golpes. No tardó en
tomar el control de la situación. -Sarah -dijo a la criada que, vuelvo a repetir, jamás se había divertido tanto-, ve a la comisaría en seguida y diles que hay una lunática peligrosa suelta por ahí. Ya le subiré yo el almuerzo a la señora Kirke. La señora Kirke era, claro está, la madre de Digory. Una vez que se hubieron ocupado del almuerzo de su madre, Digory y la tía Letty tomaron el suyo, y después de eso el niño se dedicó a pensar muy seriamente. El problema era cómo devolver a la bruja a su propio mundo, o por lo menos sacarla del nuestro, lo antes posible. Sucediera lo que sucediese, no se le debía permitir que se
dedicara a arrasar la casa; su madre no debía verla. Y, si era posible, tampoco se le debía permitir que corriera a sus anchas por Londres. Digory no había estado en el salón cuando intentó «fulminar» a la tía Letty, pero la había visto «fulminar» las puertas de Charn: por lo tanto conocía sus terribles poderes y no sabía que los había perdido al llegar a nuestro mundo. También sabía que la mujer tenía la intención de conquistar nuestro mundo. En aquel momento, por lo que él sabía, podría estar volando el palacio de Buckingham o el Parlamento, y era casi seguro que un cierto número de policías habrían quedado reducidos ya a montoncitos de polvo. Además, no creía que él pudiera hacer nada para evitarlo. «Pero los anillos parecen funcionar como imanes -pensó-. Si pudiera tocarla mientras me pongo el amarillo, los dos iríamos al Bosque entre los Mundos. ¿Volvería ella a perder las fuerzas
allí? ¿Acaso el lugar provoca su debilidad, o fue tan sólo debido al sobresalto de verse arrancada de su propio mundo? Supongo que tendré que arriesgarme. Y ¿cómo voy a encontrar a esa fiera? No creo que tía Letty vaya a dejarme salir, no, a menos que le diga a donde voy. Y no tengo más que dos peniques. Necesitaría una buena cantidad de dinero para autobuses y tranvías si tuviera que buscar por todo Londres. De todos modos, no tengo la menor idea de dónde buscar. Me gustaría saber si el tío Andrew sigue con ella.» Finalmente se dijo que lo único que podía hacer era aguardar y confiar en que el tío Andrew y la bruja regresaran. Si lo hacían, tenía que salir corriendo, sujetar a la mujer y ponerse el anillo amarillo antes de que ella tuviera oportunidad de entrar en la casa. Eso significaba que debía controlar la puerta de la
calle como un gato que vigila el agujero de una ratonera; no tenía que abandonar su puesto ni un instante. Así pues entró en el comedor y«pegó la cara», como suele decirse, a la ventana. Era una ventana en forma de mirador desde la que se podían observar los peldaños que ascendían hasta la puerta principal y ver a ambos lados de la calle, de modo que nadie podía llegar a la puerta sin que él lo supiera. «Me pregunto qué está haciendo Polly», pensó Digory. Se hizo muchas preguntas al respecto mientras transcurría la primera y lenta media hora; pero tú no tienes que ponerte a elucubrar, porque yo voy a contarte qué hacía. Polly había llegado tarde a comer, con los zapatos y las medias muy mojados; y cuando
le preguntaron dónde había estado y qué había hecho, respondió que había estado por ahí con Digory Kirke. Sometida a un interrogatorio más detallado dijo que se había mojado los pies en un estanque, y que el estanque estaba en un bosque. Cuando le preguntaron dónde se hallaba el bosque, contestó que no lo sabía. Cuando le preguntaron si estaba en uno de los parques, respondió sin faltar a la verdad que suponía que debía de encontrarse en una especie de parque. De todo eso la madre de Polly sacó la idea de que la niña se había marchado, sin decírselo a nadie, a alguna parte de Londres que no conocía, y entrado en un parque desconocido en el que se había divertido saltando en los charcos. Como consecuencia le dijeron que había sido muy desobediente y que no se le permitiría volver a jugar con «ese chico Kirke» nunca más si volvía a suceder algo parecido.
A continuación le sirvieron la comida pero sin incluir aquello que más le gustaba y la enviaron a dormir durante dos horas enteras. Eran cosas que a uno le sucedían bastante a menudo en aquellos tiempos. Así pues, mientras Digory miraba con atención por la ventana del comedor, Polly permanecía acostada en la cama, y ambos pensaban en lo terriblemente despacio que podía transcurrir el tiempo. Si me hubieran dado a elegir, creo que habría preferido estar en el lugar de Polly, ya que ella sólo tenía que aguardar el final de sus dos horas, mientras que cada pocos minutos Digory oía un coche de caballos o el carromato del panadero o un empleado de la carnicería que doblaban la esquina y pensaba «Ahí viene», y a continuación descubría que no era así. Y entre tales falsas alarmas, durante
lo que parecieron horas innumerables, el reloj siguió marcando la hora y una mosca enorme -en lo alto y totalmente lejos de su alcance- se dedicó a zumbar contra la ventana. Era una de esas casas que se tornan muy silenciosas y aburridas después del mediodía y que siempre parecen oler a cordero. Durante su larga vigilancia y espera sucedió una minucia que tendré que mencionar porque algo importante surgió de ella más tarde. Llegó una señora de visita con unas uvas para la madre de Digory; y puesto que la puerta del comedor estaba abierta, éste no pudo evitar oír a la tía Letty y a la visita mientras hablaban en el vestíbulo. -¡Qué uvas más exquisitas! -dijo la voz de la tía Letty-. Estoy segura de que si algo puede hacerle bien, son estas uvas. ¡Mi querida
Mabel, pobrecita! Aunque me temo que haría falta fruta del país de la juventud para ayudarla ahora. Nada de este mundo le servirá de gran cosa. Luego las dos bajaron la voz y dijeron muchas más cosas que él no consiguió oír. De haber oído la mención del país de la juventud unos pocos días antes habría creído que la tía Letty se limitaba a hablar sin referirse a nada en concreto, como hacen los adultos, y no le habría interesado. Estuvo a punto de pensar lo mismo entonces; pero de improviso le vino a la mente que ahora sabía -incluso aunque su tía no lo supiera- que existían realmente otros mundos y que él mismo había estado en uno de ellos. Así pues, podría ser que existiera un auténtico País de la Juventud en alguna parte. Podría existir
casi cualquier cosa. ¡Podría haber fruta en algún otro mundo capaz de curar para siempre a su madre! Y, ay, ay, ay... Bueno, ya sabes qué se siente cuando uno empieza a tener esperanzas de conseguir algo que desea desesperadamente; casi se lucha contra la esperanza porque ese algo es demasiado bonito para ser cierto; uno ya se ha visto decepcionado en demasiadas ocasiones. Así era como se sentía Digory en aquellos instantes. De todos modos no servía de nada intentar suprimir aquella esperanza, porque podía, de verdad que podía, resultar cierta. Habían sucedido tantas cosas raras hasta el momento. Y además tenía los anillos mágicos. Sin duda existían mundos a los que se podía acceder a través de cada uno de los estanques del bosque, y él podía buscar en todos ellos. Y luego, ¡su madre volvería a estar bien! Todo volvería a ir bien. Se olvidó completamente de
vigilar el regreso de la bruja, y su mano penetraba ya en el bolsillo donde guardaba el anillo amarillo, cuando de improviso oyó un galope. «¡Vaya! ¿Qué es eso? -pensó-. ¿Un coche de bomberos? Me preguntó qué casa está en llamas. ¡Válgame Dios, pero si viene hacia aquí! Pero, si es ella.» No necesito decirte a quién se refería al decir «ella». Primero apareció el cabriolé. No había nadie en el asiento del cochero. En el techo -no sentada, sino de pie sobre el techo- balanceándose con soberbio equilibrio mientras doblaba a toda velocidad la esquina con una rueda en el aire, estaba Jadis, la Gran Reina y el Terror de Charn. Mostraba los dientes en una mueca,
sus ojos relucían como si llamearan, y la larga melena ondeaba a su espalda como la cola de un cometa. La mujer azotaba al caballo sin piedad, y la nariz del animal estaba dilatada y enrojecida, y sus costados salpicados de espuma. El caballo galopó enloquecido hasta la puerta principal, esquivando la farola por cuestión de centímetros, y luego se alzó sobre los cuartos traseros. El carruaje chocó contra la farola y se partió en varios pedazos. La bruja, de un magnífico salto, había abandonado el cabriolé justo a tiempo, pasando sobre el lomo del caballo. La mujer se acomodó a horcajadas y se inclinó al frente, musitándole cosas al oído; cosas que sin duda no estaban pensadas para tranquilizarlo sino para enloquecerlo.
El animal volvió a alzarse sobre los cuartos traseros al instante, y su relincho fue como un grito; el corcel era todo cascos, dientes, ojos y crines alborotadas. Únicamente un espléndi- do jinete habría podido mantenerse sobre su lomo. Antes de que Digory hubiera recuperado el aliento, empezaron a suceder muchas otras cosas. Un segundo cabriolé apareció a toda velocidad detrás del primero: de él saltaron un hombre gordo con levita y un policía. A continuación apareció un tercer carruaje con dos policías más en él. Tras éste llegaron unas veinte personas -la mayoría chicos de los mandados- en bicicleta, todos haciendo sonar los timbres y lanzando aclamaciones y silbidos. Cerrando la marcha se presentó una multitud de gente a pie: estaban muy sofocados de tanto correr, pero evidentemente
divertidos con todo aquello. Se abrieron de inmediato las ventanas de todas las casas de aquella calle y una sirvienta o un mayordomo aparecieron ante todas y cada una de las puertas principales. Todos querían contemplar la diversión. Entretanto, un anciano caballero había empezado a abrirse paso, temblorosamente, fuera de los restos del primer coche de caballos. Varias personas se adelantaron para ayudarlo; pero como unas tiraban de él en una dirección y otras en otra distinta, tal vez habría salido más de prisa por sí mismo. Digory supuso que el anciano caballero debía ser el tío Andrew, aunque era imposible verle el rostro, ya que le habían calado el sombrero de copa hasta la barbilla. Digory salió veloz y se unió a la muchedumbre.
-Ésa es la mujer, ésa es la mujer -gritó el hombre gordo, señalando a Jadis-. Cumpla con su deber, agente. Se ha llevado cosas por valor de cientos de miles de libras de mi tienda. Mire esa ristra de perlas que lleva al cuello. Es mía. Y además me ha puesto un ojo morado. -¡Ya lo creo, jefe! -dijo un miembro de la multitud-. ¡Menuda obra de arte le ha hecho en ese ojo! ¡Vaya! ¡Sí que es fuerte!
- Debería ponerse un pedazo de carne cruda sobre él, señor, eso es lo que necesita - aconsejó un aprendiz de carnicero. - Y bien -dijo el más importante de los policías-, ¿qué sucede aquí? - Yo se lo diré, ella... -empezó el hombre gordo, cuando otra persona gritó: - No dejéis que ese sujeto del coche de caballos se escape. Él la incitó a hacerlo. El anciano caballero que, desde luego, era el tío Andrew, acababa de conseguir ponerse en pie y se frotaba las contusiones en aquel momento. - Muy bien -dijo el policía, volviéndose hacia él-. ¿Qué es todo esto?
- Mmm..., pomi... chomf -surgió la voz de tío Andrew desde el interior del sombrero. - ¡Vamos! ¡Basta de tonterías! -ordenó el policía con severidad-. ¡Esto no es cosa de risa! Quítese el sombrero, ¿quiere? Eso era más fácil de decir que de hacer; pero después de que el anciano hubiera forcejeado en vano con el sombrero durante un rato, otros dos policías lo agarraron por el ala y se lo extrajeron de un tirón.
-Gracias, gracias, gracias -dijo el tío Andrew con voz débil-. Gracias. Cielos, me siento terriblemente agitado. Si alguien pudiera darme una copita de coñac... -Haga el favor de prestarme atención -lo instó el policía, sacando un cuaderno muy grande y un lápiz muy pequeño-. ¿Está usted a cargo de esa joven de ahí? -¡Cuidado! -gritaron varias voces, y el policía dio un salto atrás justo a tiempo. El caballo le había lanzado una coz que sin duda habría podido matarlo. Luego la bruja hizo girar al animal de modo que ahora ella miraba a la multitud y las patas traseras del caballo estaban sobre la acera. La mujer sujetaba un reluciente cuchillo y había estado ocupada cortando los correajes que sujetaban
el animal a los restos del cabriolé. Durante todo aquel tiempo Digory había intentado colocarse en un lugar que le permitiera tocar a la bruja. No era tarea fácil ya que, en el lado más próximo a él, había demasiada gente, y para poder dar la vuelta hasta el otro lado tenía que pasar por entre los cascos del caballo y las verjas de la «zona» que rodeaba la casa; pues la mansión de los Ketterley tenía un sótano. Cualquiera que esté familiarizado con los caballos, y en especial que hubiera visto cómo se hallaba el animal en ese momento, comprendería que aquélla era una acción un tanto peliaguda. Digory sabía muy bien lo peligrosos que podían ser los caballos, pero apretó los dientes y se preparó para echar a correr hacia allí en cuando viera una oportunidad.
Un hombre de rostro enrojecido con un sombrero hongo se había abierto paso en aquel momento hasta la parte delantera de la multitud. - ¡Eh, policía! -llamó-. El caballo que está mareando es mío, y el coche que se ha hecho trizas es mío. - De uno en uno, por favor, de uno en uno -dijo el policía. - Pero no hay tiempo -protestó el cochero-. Conozco ese caballo mejor que usted. Su padre fue caballo de batalla de un oficial, ya lo creo. Y si esa muchacha sigue poniéndolo nervioso, correrá la sangre. Vamos, ¡sólo quiero acercarme a él! El policía se sintió más que satisfecho de
poder tener un buen motivo para apartarse aún más del caballo, y el cochero dio un paso al frente, alzó los ojos hacia Jadis y dijo en un tono de voz no precisamente severo: -Vamos, señorita, yo le sujeto la cabeza y usted se baja. Es una dama y no querrá que todos esos matones se le echen encima, ¿verdad? Seguro que quiere irse a casa y tomar una buena taza de té y acostarse un rato; luego se sentirá muchísimo mejor. -Al tiempo que hablaba alargó la mano hacia la cabeza del caballo, diciendo-: Calma, Fresón. Tranquilo, tranquilo. Entonces la bruja habló por primera vez. -¡Perro! -dijo con una voz fría y nítida, que resonó con fuerza por encima del resto de ruidos-. Perro, suelta a nuestro corcel real.
Estás ante la emperatriz Jadis.
-¡Eh! Así que eres emperatriz, ¿no? Ya lo veremos -dijo una voz. Luego otra voz gritó: «¡Tres hurras por la emperatriz de Colney Hatch!», y varias voces se le unieron. Un cierto sonrojo apareció en el rostro de la bruja y ésta hizo una leve reverencia; pero las aclamaciones se apagaron para dar paso a estruendosas carcajadas y comprendió que sólo se burlaban de ella. Su expresión se alteró y pasó el cuchillo a la mano izquierda. Luego, sin advertencia previa, hizo algo que resultó un espectáculo terrible. Con agilidad, como si fuera lo más normal del mundo, alargó el brazo derecho y arrancó uno de los brazos del farol. Puede que hubiera perdido algunos poderes mágicos en nuestro mundo, pero no había perdido la fuerza; era capaz de romper una barra de hierro como si se tratara de una barrita de azúcar. Arrojó su
CAPÍTULO 8La pelea junto al farol
nueva arma al aire, volvió a atraparla, la blandió e instó al caballo a que siguiera adelante. «Ahora es la mía», pensó Digory. Se introdujo a toda velocidad entre el caballo y la barandilla y empezó a avanzar. Si al menos el animal se quedara quieto un instante podría sujetar el talón de la bruja. Mientras corría, escuchó un escalofriante estrépito y un golpe sordo. La bruja había descargado la barra sobre el casco del jefe de policía: el hombre se desplomó de golpe. - De prisa, Digory. Hay que detener esto -dijo una voz junto a él; era Polly, que había bajado corriendo en cuanto le permitieron levantarse. - Eres una amiga de verdad -dijo Digory-.
Sujétate a mí con fuerza. Tendrás que encargarte tú del anillo. Amarillo, recuerda. Y no te lo pongas hasta que grite. Se oyó un segundo estrépito y otro policía se desplomó. Un enojado rugido surgió de la muchedumbre: - Derribadla. Tomad unos cuantos adoquines. Llamad a los militares. De todos modos la mayoría se alejaban tanto como podían. El cochero, no obstante, evidentemente el más valiente además de la persona más amable de entre todos los presentes, se mantenía pegado al caballo, regateando a un lado y a otro para esquivar la barra de metal, pero sin dejar de intentar agarrar la cabeza de Fresón.
La multitud abucheó y bramó otra vez. Una piedra silbó por encima de la cabeza de Digory. Entonces se oyó la voz de la bruja, clara como una enorme campana, y sonando como si, por una vez, la mujer se sintiera casi feliz. - ¡Basura! Pagaréis muy caro por esto cuando haya conquistado vuestro mundo. No quedará ni una piedra de esta ciudad. Haré con ella lo mismo que con Charn, que con Felinda, que con Sorlis, que con Bramandin. Digory consiguió por fin sujetarla por el tobillo. La mujer lanzó una patada con el talón y lo golpeó en la boca, y el niño, debido al dolor, la soltó. Tenía un corte en el labio y la boca llena de sangre. De algún punto muy cercano llegó la voz del tío Andrew en una especie de tembloroso chillido.
-Señora, mi querida joven, por el amor de Dios, cálmese. Digory intentó alcanzar de nuevo el talón, y fue repelido otra vez. Más hombres cayeron bajo el impacto de la barra de hierro. El niño hizo un tercer intento: agarró el talón, y se aferró a él como si le fuera la vida en ello, a la vez que gritaba a Polly. - ¡Ya! Entonces... ¡gracias a Dios! Los rostros enojados y asustados se habían desvanecido; las voces enfurecidas y atemorizadas habían callado. Todas excepto la del tío Andrew. Muy cerca de Digory en la oscuridad, el anciano seguía gimoteando:
-No, no, ¿estoy delirando? ¿Es esto el fin? No puedo soportarlo. No es justo. Jamás quise ser mago. Todo es un malentendido. Es todo culpa de mi madrina; ¡no hay derecho! En mi estado de salud, además. Una familia muy antigua del condado de Dorset. «¡Diablos! -pensó Digory-. No queríamos traerlo también a él. ¡Caracoles!, qué fiesta.» -¿Estas ahí, Polly? -preguntó en voz alta. -Sí, estoy ahí. Deja de empujar. -No te empujo -empezó a decir él, pero antes de que pudiera añadir nada más, sus cabezas salieron a la cálida y verdosa luz solar del bosque. -¡Mira! -gritó Polly mientras abandonaban el
estanque-. También hemos traído al viejo caballo con nosotros. Y al señor Ketterley. Y al cochero. ¡En qué lío nos hemos metido! En cuanto la bruja vio que volvía a estar en el bosque palideció y se encorvó hasta que su rostro rozó las crines del caballo. Era evidente que se sentía terriblemente enferma. El tío Andrew temblaba. Sin embargo, Fresón, el caballo, sacudió lacabeza, lanzó un alegre relincho y pareció sentirse mejor. Se tranquilizó por primera vez desde que Digory lo había visto. Las orejas que habían estado echadas hacia atrás y pegadas al cráneo, regresaron a su posición correcta, y el fuego desapareció de sus ojos. -Eso es, viejo amigo -dijo el cochero, palmeando el cuello de Fresón-. Eso está mejor.
Tranquilo.Fresón hizo entonces la cosa más natural del mundo; puesto que estaba sediento, lo que no era extraño, se encaminó despacio al estanque más próximo y penetró en él para beber. Digory sujetaba aún el talón de la bruja y Polly sujetaba la mano de Digory. Una de las manos del cochero estaba posada en el caballo; y el tío Andrew, todavía tambaleante,
acababa de agarrar la otra mano del cochero.-Rápido -dijo Polly, lanzando una mirada a Digory-. ¡Verdes! Así pues el caballo jamás consiguió beber. En lugar de ello, todo el grupo se vio sumergido en una total oscuridad. Fresón relinchó; el tío Andrew lloriqueó. -¡Qué suerte hemos tenido! -declaró Digory. Se produjo una corta pausa, y a continuación Polly dijo: -¿No deberíamos estar ya casi allí? -Parece como si estuviéramos en alguna parte -dijo Digory-. Al menos estoy de pie sobre algo sólido. -¡Vaya! También yo, ahora que lo pienso -
asintió Polly-. Pero ¿por qué está tan oscuro?Digo yo, ¿crees que habremos entrado en el estanque equivocado? -A lo mejor esto es Charn -indicó Digory Sólo que hemos regresado en plena noche. -Esto no es Charn -dijo la voz de la bruja-. Esto es un mundo vacío. Esto es la Nada. Y realmente resultaba extraordinariamente parecido a la Nada. No había estrellas, y estaba tan oscuro que no se podían ver entre sí y tampoco existía ninguna diferencia entre tener los ojos cerrados o abiertos. Bajo los pies tenían algo frío y plano que podría haber sido tierra, y que desde luego no era ni hierba ni madera, el aire era frío y seco y no soplaba viento.
-Mi fin ha llegado -declaró la bruja con una voz asombrosamente tranquila. -Vamos, no diga eso -balbuceó el tío Andrew-. Mi querida joven, se lo ruego, no diga tales cosas. No puede estar tan mal. Ah..., cochero..., buen hombre..., ¿no llevará una botellita con usted? Una gota de licor es justo lo que necesito. -Bueno, bueno -oyeron decir al cochero, con voz firme y valerosa-, que nadie se ponga nervioso, eso es lo que yo digo. ¿Alguien se ha roto algo? Bien. Pues ¡podemos dar gracias!¡Es una suerte y más después de semejante caída! Tal vez hemos caído en un hoyo, a lo mejor es para las obras de la nueva estación de metro. Dentro de poco vendrá alguien a sacarnos de aquí. ¡Ya lo veréis! Y si estamos muertos, que no niego que pueda ser, bueno,
pues pensad que en el mar pasan cosas peores y ¡que algún día hay que morirse! Y no hay nada que temer si uno ha llevado una vida honrada. Y yo creo que lo mejor que podemos hacer para pasar el rato es cantar. Y así lo hizo. Empezó a entonar al instante un himno de agradecimiento por la cosecha, que decía algo sobre cosechas «puestas a buen recaudo». No era muy apropiado para un lugar en el que daba la impresión de que nada había crecido jamás desde el principio de los tiempos, pero era el que mejor recordaba. Poseía una voz hermosa y los niños se unieron a él; resultó muy reconfortante. El tío Andrew y la bruja no cantaron. Hacia el final del canto, Digory sintió que alguien tiraba de su codo y por el olor general a coñac, tabaco y ropa buena decidió que debía
de tratarse del tío Andrew. El anciano lo apartaba cautelosamente de los otros. Una vez que se hubieron alejado un poco, el hombre acercó tanto la boca a la oreja de su sobrino que le hizo cosquillas, y susurró: -Ahora, muchacho. Ponte el anillo y vámonos. Pero la bruja tenía el oído muy fino. - ¡Estúpido! -le gritó y saltó del caballo-. ¿Has olvidado que puedo escuchar los pensamientos de los hombres? Suelta al muchacho. Si intentas traicionarme me vengaré de ti en un modo que nunca se ha conocido en ningún mundo desde el principio de los tiempos. - Y -añadió Digory- si crees que soy un cerdo tan mezquino como para marcharme y dejar abandonada a Polly y al cochero y al
caballo en un lugar como éste, estás muy equivocado. - Eres un chiquillo muy malo e impertinente -declaró el tío Andrew. -¡Silencio! -exclamó el cochero, y todos aguzaron el oído. En la oscuridad empezaba a suceder algo por fin. Una voz había comenzado a cantar. Sonaba muy distante y a Digory le costaba mucho decidir de qué dirección provenía. En ocasiones parecía provenir de todas a la vez; otras veces casi creía que surgía de la tierra bajo sus pies, pues las notas bajas eran lo bastante graves como para ser la voz de la tierra misma. No había palabras. Apenas si existía una melodía. Sin embargo se trataba, sin comparación posible, del sonido más
hermoso que había oído jamás. Resultaba tan hermoso que apenas podía soportarlo. Al caballo también parecía gustarle; emitió la clase de relincho que emitiría un caballo si, tras años de ser un caballo de tiro, se encontrara de vuelta en el campo donde había jugado cuando era un potro, y viera a alguien, que recordaba y quería, cruzando el terreno para darle un terrón de azúcar. -¡Caray! -exclamó el cochero-. ¡Qué voz! En ese momento ocurrieron dos prodigios al mismo tiempo. Uno fue que a la voz se le unieron de repente otras voces; tantas que era imposible contarlas. Estaban en armonía con ella, pero situadas en un punto mucho más alto de la escala: voces frías, tintineantes y brillantes. El segundo prodigio fue que la oscuridad sobre sus cabezas se llenó, de
improviso, de fulgurantes estrellas. Éstas no surgieron suavemente de una en una, como sucede en una tarde de verano, sino que, de una total oscuridad, se pasó a miles y miles de puntos de luz que se materializaron todos a la vez: estrellas individuales, constelaciones y planetas, más brillantes y grandes que los de nuestro mundo. No había nubes. Las nuevas estrellas y las nuevas voces nacieron justo al mismo tiempo, y si las hubieses visto y escuchado, como lo hizo Digory, te habrías sentido muy seguro de que eran las mismas estrellas las que cantaban, y de que fue la primera voz, la voz profunda, la que las había hecho aparecer y cantar. -¡Esto es la gloria! -exclamó el cochero-. ¡Me habría portado mejor de haber sabido que existían cosas así!
La voz situada en la tierra sonaba ahora más fuerte y triunfante; pero las voces del cielo, tras cantar sonoramente con ella durante un rato, empezaron a debilitarse. Y algo más empezó a suceder. A lo lejos, y cerca de la línea del horizonte, el firmamento fue tornándose gris, y comenzó a soplar una suave brisa, muy fresca. Justo en aquel punto, el cielo adquirió poco a poco una tonalidad más clara, y se pudieron distinguir las formas de colinas que se recortaban oscuras contra él. La voz no dejó de cantar ni un solo momento. Pronto hubo luz suficiente para que pudieran verse los rostros. El cochero y los dos niños estaban boquiabiertos y les brillaban los ojos; escuchaban embelesados el sonido y daba la impresión de que les recordaba algo. El tío
Andrew también estaba boquiabierto, pero no de alegría; parecía más bien como si su barbilla se hubiera desencajado del resto de la cara. Tenía los hombros encorvados y le temblaban las rodillas; no le gustaba la voz, y si hubiese podido alejarse de ella introduciéndose en el interior de la madriguera de una rata, lo habría hecho. Por su parte, la bruja parecía comprender la música mucho mejor que ninguno de ellos. Tenía la boca cerrada y apretaba con fuerza labios y puños. Desde el mismo instante en que se inició la canción había percibido que todo aquel mundo estaba lleno de una magia distinta de la suya y más poderosa, y lo odiaba. Habría hecho pedazos todo el mundo, o todos los mundos, si con ello hubiera podido detener la canción. El caballo permanecía allí con las orejas bien erguidas al frente y en movimiento. De vez en cuando resoplaba y
y pateaba el suelo, y ya no parecía un viejo y cansado caballo de cabriolé; en aquellos momentos era fácil creer que su padre había participado en batallas. Por el este, el cielo cambió de blanco a rosa y de rosa a dorado. La voz creció y creció, hasta que todo el aire se estremeció con ella, y justo cuando alcanzaba el sonido más potente y glorioso que había producido hasta el momento, el sol se alzó.
Digory no había contemplado jamás un sol como aquél. El sol que brillaba sobre las ruinas de Charn daba la impresión de ser más viejo que el nuestro: éste parecía más joven. Uno podía imaginarlo riendo feliz mientras se alzaba. Y a medida que sus rayos recorrían la tierra, los viajeros vieron por vez primera en qué clase de lugar se encontraban. Era un valle por el que serpenteaba un río amplio y veloz, fluyendo hacia el este en dirección al sol. Al sur había montañas, al norte colinas más bajas. No obstante era un valle de simple tierra, rocas y agua; no se veían árboles, ni arbustos, ni una brizna de hierba. La tierra tenía muchos colores: colores frescos, cálidos e intensos, que hacían que uno se sintiera emocionado... hasta que vieron al cantor, y entonces olvidaron todo lo demás. Era un león. Enorme, peludo y radiante, se
hallaba de cara al sol que acababa de alzarse. Cantaba con las fauces abiertas de par en par y se encontraba a unos trescientos metros de distancia. -Éste es un mundo terrible -dijo la bruja-. Debemos huir de inmediato. Prepara la magia .- Estoy totalmente de acuerdo con usted, señora -respondió el tío Andrew-. Es un lugar de lo más desagradable. Completamente salvaje. Si fuera más joven y tuviera un arma... -¿Cómo? -dijo el cochero-. No pensará dispararle, ¿verdad? -Y ¿quién querría hacerlo? -intervino Polly.
- Prepara la magia, viejo estúpido -ordenó Jadis. -Desde luego, señora -respondió el tío Andrew con astucia-; debo tener a los dos niños a mi lado. En contacto conmigo. Ponte el anillo de vuelta a casa, Digory. -El anciano deseaba marcharse sin la bruja. -Ah, son anillos, ¿no es eso? -exclamó la mujer. Habría introducido las manos en el bolsillo del niño en un santiamén, pero Digory agarró la mano de Polly y chilló: - Id con cuidado. Si cualquiera de vosotros se acerca medio centímetro más, los dos nos esfumaremos y os quedaréis aquí para siempre. Sí, tengo un anillo en el bolsillo que
nos llevará a Polly y a mí a casa. ¡Y fijaos! Tengo la mano preparada. Así que mantened la distancia. Lo siento por usted -miró al cochero-, y por el caballo, pero no puedo evitarlo. En cuando a vosotros dos -miró entonces al tío Andrew y a la reina-, los dos sois magos, de modo que tendría que gustaros vivir juntos. -¡Silencio! -indicó el cochero-. Quiero escuchar la música. La canción acababa de cambiar.