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Cuentos cortos EMA WOLF
valorandrea
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Transcript
CUENTOS CORTOS EMA WOLF
¡Silencio niños!
Dientes
Carta de Drácula a su tía
El regalo del señor Maquiaveli
La Momia entró a la clase y todos se pusieron de pie. —Buenas tardes —saludó. —Bue - nas - tar - des - se - ño - ri - ta —le contestaron. La Momia se puso los anteojos, sacó el registro del escritorio y empezó a pasar lista: —Drácula. — ¡Presente! —Frankestein. — ¡Presente! Y siguió: — ¡Garramunda! — ¡Pdecente, ceñodita! —le contestó una bruja ceceosa. — ¿Dónde está el Lobizón? — preguntó la momia de repente— ¿Hoy también faltó? Un espectro verdoso se levantó de su asiento y dijo respetuosamente: — Sí, faltó. Me mandó decirle que su abuelita todavía está enferma. En el fondo del aula dormía un joven ogro. Roncaba como un santo. Era uno de los más grandes y había repetido catorce veces primer grado. La Momia lo despertó tirándole un borrador en la nuca. Era su alumno favorito. Por fin, todos estuvieron listos para empezar la clase. No volaba una mosca. La Momia se plantó frente al pizarrón y se aclaró la garganta: —Buem. Abran el manual en la página 62. Hoy vamos a aprender a atravesar paredes, algo muy útil en la vida. Si lo aprenden como es debido podrán aterrorizar a mucha gente y hacer de veras ¡muuucho daño a la humanidad!
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2. LOREM IPSUM DOLOR SIT
¡Silencio niños!
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Aquí la Momia se emocionaba. Siempre que hablaba de hacer mal a la humanidad se le humedecían los ojos y ponía voz de flan. Frente al libro abierto, los alumnos leían la lección a coro. El atravesamiento de paredes era más bien una clase práctica. Uno a uno, fueron ejercitándose. Primero atravesaron una plancha de telgopor. Después una madera de dos pulgadas. Por último, tenían que atravesar la pared que daba al salón de actos, de donde los echaban porque un grupo de compañeros estaban ensayando la “Canción de la araña”. El más hábil de todos resultó ser el Fantasma. Eso de atravesar paredes se lo habían enseñado sus padres de chiquito. Había un vampiro también bastante habilidoso. Atravesaba con elegancia. Por la mitad de la clase, le tocó el turno a Frankestein. La maestra lo llamó al frente. Pasó. Se ajustó el cinturón, se llenó los pulmones de aire para hacerse más esponjoso,cerró los ojos y avanzó decidido hacia la pared. Muchos años después, ya jubilada, La Momia seguiría recordando aquel día extraordinario, el choque fue terrible. La cabeza de Frankestein sonó como una caja llena de tuercas lanzada contra una escollera, pero él ni pestañó. Un salpicón de bisagras, remaches, astillas y peladuras roció a todo el mundo. La maestra pegó un grito creyendo que su alumno se desarmaba. Corrió a ayudarlo, pero Frankie estaba decidido a avanzar. Y avanzó. Era un muchacho sólido, tenía amor propio y no lo iba a detener una pared. Pasar, pasó. Abrió un boquete de cuatro metros por dos y arrastró el piano que estaba del otro lado. Los integrantes del coro aplaudieron. Detrás de él la pared entera se derrumbó y con ella el cielorraso. Unas grietas espantosas aparecieron en el aula y en el techo del salón de actos.
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A Frankestein le pareció un triunfo total. Estaba dispuesto a demostrarle a su maestra lo bueno que era para pasar cosas. Esta vez arremetió contra la pared que daba al patio con el ímpetu de un tren carguero. Alumnos y maestros empezaron a correr porque el edificio entero se resquebrajaba. Los murciélagos levantaron vuelo desordenadamente. Frankie siguió atravesando paredes, una tras otra, siempre con el mismo éxito. Cuando atravesó la última, el edificio, viejo y ruinoso, se vino abajo. Desde la vereda de enfrente, todos miraban alborotados el radiante cataclismo. El polvo desmoronado hacía toser al portero. La Momia corrió a rescatar a Frankestein de entre medio de los escombros. Estaba averiado pero contento. Enseguida le vendó las partes machucadas. Después lo miró babeante de orgullo y le dio un beso. Evidentemente, no era lo bastante transparente, poroso y aéreo como para atravesar paredes. Pero, en cambio, era un as para los derrumbes. En toda su vida de maestra La Momia nunca había visto una catástrofe tan completa. Se imaginó que con un poco de práctica Frankie podía causar desastres mundiales. Ese mes le escribió en el boletín de calificaciones: “Te portas cada día peor. ¡Adelante! ¡Sigue así!”
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Boris Dracul trabajaba de vampiro. Todas las noches se ponía su capa de seda negra –tenía otra de hule impermeable para los inviernos húmedos– y se largaba a vampirear por los caminos de Moldavia. No es fácil ser vampiro en un pueblo de campesinos que se acuestan más temprano que las gallinas. Al menos no lo era para el conde Dracul, incapaz de atravesar paredes, de cruzar volando las ventanas convertido en murciélago y de toda otra acrobacia parecida. Dracul tenía que conformarse con morder el pescuezo de algún enamorado tardío o de un aldeano insomne que estuviera fuera a esa hora paseando el perro. Para colmo, los habitantes del pueblo vivían de la cosecha del ajo, y quien más quien menos siempre andaba con un diente en el bolsillo. El conde Dracul vivía, claro, en un castillo tenebroso. Durante el día dormía en la bañadera. (Créase o no, las bañaderas suelen ser los lugares más secos en esos viejos edificios.) Durante la noche…La noche alentaba sus peores propósitos. ¿Quién ha visto alguna vez el despertar de un vampiro? Cuando el cucú daba las doce se levantaba de un salto. Solía darse la nuca contra las canillas, pero eso jamás lo desmoralizó. Con los ojos todavía enlagañados se peinaba –de memoria, porque los vampiros no se reflejan en los espejos– y manoteaba la capa que colgaba del toallero. Después se deslizaba por el ventiluz del baño hasta el jardín. El rocío lo despabilaba ferozmente. ¡Y a comer!
2 DIENTES
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Una noche de ésas, una tormenta maligna sacudía los muros del castillo. Afuera aullaban los lobos, las lechuzas, los hurones y animales varios. A pesar del vendaval, el conde Dracul se aprestaba a salir. Como siempre, se deslizó a través del ventiluz y marchó hacia el pueblo. En las calles de la aldea, naturalmente, no había un alma. Con semejante tiempo había menos que nadie. Dracul pisó varias baldosas flojas y maldijo en rumano. La panza le crujía y él ya imaginaba una desgraciada noche de ayuno. ¡De pronto…! Pasos que se acercaban. Suspenso. –Scruich, scruich– hacían los pasos mojados. Dracul tensó todos los músculos del cuerpo. Observó que una sombra se acercaba por la vereda. Miró bien. Por el rodete, parecía una señora. Parecía no, era una señora. Dracul se agazapó detrás de un buzón y esperó a que la dama se acercara, listo para dar el gran salto. Más suspenso. Cuando la tuvo cerca, salió de su escondite, desplegó la capa y abrió la boca con un rugido exhibiendo los colmillos.
DIENTES
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Boris Dracul trabajaba de vampiro. Todas las noches se ponía su capa de seda negra –tenía otra de hule impermeable para los inviernos húmedos– y se largaba a vampirear por los caminos de Moldavia. No es fácil ser vampiro en un pueblo de campesinos que se acuestan más temprano que las gallinas. Al menos no lo era para el conde Dracul, incapaz de atravesar paredes, de cruzar volando las ventanas convertido en murciélago y de toda otra acrobacia parecida. Dracul tenía que conformarse con morder el pescuezo de algún enamorado tardío o de un aldeano insomne que estuviera fuera a esa hora paseando el perro. Para colmo, los habitantes del pueblo vivían de la cosecha del ajo, y quien más quien menos siempre andaba con un diente en el bolsillo.
La señora clavó los ojos en esa bocaza que tenía a veinte centímetros de su cara y lanzó un grito espantoso: –¡AAAAAAAAAHHHH! ¡QUÉ HORROR! Lo que pasó después nadie pudo imaginarlo, ni siquiera el mismísimo conde. La mujer lo zamarreó por el cogote con unas manos robustas de sifonero y después lo derribó con un golpe de karateca. ¿Con quién se había topado el conde Dracul? ¡¿Quién era ella?! Era nada menos que la temible doctora Carramela, la dentista ortodoncista de la aldea. ¡El Terror de las Caries! ¡El Azote de los Dientes Desubicados! El conde sintió que lo levantaban por el aire y cerró los ojos. En pocos minutos se encontró sentado en el sillón de la dentista con la boca abierta. Las rodillas de la Carramela, apoyadas sobre el pecho, le trababan los movimientos. Estaba furiosa. -¡Qué barbaridad! –decía-. ¡Esto está a la miseria! ¿Cuándo aprenderán a cuidarse la boca? ¡PUERCO, PUERCO, PUERCO! En un rato le emparejó los colmillos, le arregló seis muelas picadas, le sacó dos dientes que le sobraban y le hizo un tratamiento de flúor. Después lo fletó para su casa, no sin antes darle un sermón y prohibirle para siempre los merengues. Nunca más anduvo el conde Dracul vampireando solo de noche por los caminos de Moldavia. Es una pena. Desde entonces guarda su cepillo de dientes en un vaso, junto al tubo de pasta, al lado de la jabonera. .
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CARTA DE DRÁCULA A SU TÍA
“Querida tía Brucolaca: ¡Cuánta razón tenían vos y el tío Malmuerto cuando me decían que nunca me asomara de día fuera del castillo! Te cuento: El jueves puse el despertador a las doce de la noche, como siempre, y sonó a las doce del mediodía. ¡Qué desgracia! Un rayo de sol me dio en plena cara y cuando quise acordarme, me había llenado de pecas. ¡Sí, tía! Oíste bien: ¡PECAS! Es común que eso le pase a los mortales. Pero, como te imaginarás, es terrible para la gente como uno. Ahora los muchachos se ríen y me gastan. Boris, Vampirofredo y el Bebe Colmillo no quieren salir más conmigo de noche. Dicen que soy un quemo. Por favor, titíta: mandame ciento veinte pomos de Pecasín y una crema para la napia que se me peló un poco. No te demores. Voy a quedarme encerrado hasta que recupere mi saludable color verdoso. Un beso de tu sobrino que te adora, Drácula”
El regalo del señor Maquiaveli
El señor Dante Maquiaveli quiso darle una sorpresa a su querida esposa Brígida y le regaló un fantasma. Lo encontró en un cambalache fino cerca de su casa, en medio de percheros y soperas de porcelana. El fantasma tenía un cartelito que decía “oferta: 20.000 $”. La cifra representaba la cuarta parte de su sueldo pero Maquiaveli no vaciló: la patrona se merecía eso y mucho más. El cambalachero anticuario le dijo que era un legítimo fantasma escocés, que gemía por las noches, arrastraba cadenas, tocaba la gaita con horrísona melancolía, paraba de punta los pelos de las visitas, etc. —Lo llevo –dijo el señor Maquiaveli–. Cuando llegó al edificio donde vivía se escabulló por una escalera de incendios para que no lo viera el portero: el consorcio no admitía fantasmas. En la casa encontró a su esposa Brígida delante del espejo. Estaba poniéndose los ruleros y untándose la cara con crema de placenta de vinchuca. Cuando Brígida vio en el espejo la horrorosa aparición, lanzó un alarido que arrugó la médula de los vecinos en ocho manzanas a la redonda. Ni bien entendió que era un regalo de su marido no pudo menos que sentirse agradecida. Hizo lo que hace todo el mundo cuando recibe un regalo. Dijo: —¡Qué lindo!
Después con su habitual sentido práctico agregó: —¿Y dónde lo ponemos, viejo? El departamento era de dos ambientes con kitchinette, así que instalaron el fantasma en la baulera de la terraza. Desde allí podría pasearse por las azoteas y aterrorizar a sus anchas. Esa noche Dante y Brígida se acostaron emocionados, con las cabezas juntas y las manos enlazadas. De un momento a otro esperaban oír el quejido ululante y tenebroso, típico de los fantasmas, una risotada siniestra o algo así. En cambio escucharon un bostezo grosero y vieron que el fantasma se filtraba en el mismísimo dormitorio. Después se metió a los pies de la cama y se tapó con la frazada. Dante Maquiaveli quedó estupefacto. Brígida gritó espeluznada. Después reaccionó y le dijo a su marido: —Viejo, ¿por qué no lo llevas de nuevo a la terraza? Dante agarró al fantasma por el pescuezo y lo fletó para arriba. Inútil. El horripilante espectro atravesaba las paredes y en dos minutos lo tenían de nuevo en la cama. Así pasaron esa noche y varias otras noches: ellos que lo sacaban y el fantasma que volvía y Brígida que gritaba y dormía con las rodillas en el mentón
Hasta que la señora de Maquiaveli se puso firme y una madrugada le dijo a su marido: —El fantasma o yo. Dante tuvo un momento de duda. Su esposa no atravesaba paredes, así que no había peligro de que volviera. Además el fantasma no dormía con ruleros ni ungüentos de vinchuca. Hasta podía jurar que no tenía los pies tan helados como ella. ¡Pero no, no! Dante espantó esa idea como quien espanta un gato a escobazos. ¡Él amaba a Brigidita! Al día siguiente llevó al fantasma de vuelta al cambalache. Como no le quisieron devolver la plata lo cambió por una capa negra y unos dracu-dracu usados. Esperó que cayera el sol y volvió enternecido a su casa. Estaba empeñado en darle una sorpresa a Brigidita.