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Una vendetta

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Created on April 29, 2019

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Transcript

Una vendetta

Traducción de Une vendetta de Guy de Maupassant

La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una humilde casita encima de la muralla de Bonifacio.

Además le sirve de puerto, que conduce a las primeras casas tras un largo recorrido entre dos muros abruptos, a los pequeños barcos pesqueros italianos o sardos y al viejo barco de vapor que hace el servicio de Ajaccio cada quince días.

Sobre la montaña blanca, el montón de casas crea una mancha aún más blanca. Colgadas así de esta roca, parecían nidos de aves salvajes que dominaban este pasaje terrible donde apenas se aventuraban los navíos. El viento, incesante, remueve el mar y la costa desnuda, cuyo vestido de hierba había carcomido. Devora el estrecho y asola sus dos bordes. Los rastros de espuma pálida, aferrados a las puntas negras de las innumerables rocas que atraviesan las olas por todas partes, parecen escamas de tela que flotan y laten sobre la superficie del agua.

Una noche, tras una pelea, Antoine Saverini fue asesinado a traición de una puñalada por Nicolas Ravolti, quien esa misma noche llegó a Cerdeña.

Cuando unos transeúntes le llevaron el cuerpo de su hijo a la anciana madre, esta no lloró, sino que permaneció inmóvil durante mucho tiempo, mirándolo. Luego, puso su mano arrugada sobre el cadáver y le juró vendetta.

La anciana madre empezó hablar con él. Al oír esa voz, la perra se calló.

A Antoine Saverini lo enterraron al día siguiente y, pronto, se dejó de hablar de él en Bonifacio.

No había dejado ni hermanos ni primos cercanos. Ningún hombre estaba allí para vengarse. Sola, la anciana madre pensaba en ello. Al otro lado del estrecho, veía desde por la mañana hasta por la noche un punto blanco sobre la costa. Era Longosardo, un pequeño pueblo sardo donde se refugiaban los bandidos corsos perseguidos muy de cerca. Ellos solos ocupaban casi toda la aldea, frente a las costas de su patria, esperando el momento de regresar, de volver a las andadas. Sabía que era en ese pueblo donde se había refugiado Nicolas Ravolati.

Sentada en la ventana, sola y durante todo el día, miraba hacia allí, mientras soñaba con vengarse. ¿Cómo lo conseguiría sin nadie, incapacitada y con un pie en la tumba? Mas se lo había prometido, lo había jurado sobre su cadáver. No podía olvidar, no podía esperar. ¿Qué haría? No dormía por las noches, no descansaba ni se tranquilizaba. Tan solo buscaba, obstinada. La perra descansaba a sus pies y, en ocasiones, levantando la cabeza, aullaba a lo lejos. Desde que su dueño se había ido, aullaba de esta manera a menudo, como si lo llamara, como si su alma animal, inconsolable, también hubiera guardado el recuerdo que nada podría borrar.

Luego volvió a casa. En el patio tenía un viejo barril roto que recogía el agua de las goteras. Le dio la vuelta, lo vació, lo fijó al suelo con estacas y piedras, después encadenó a Felice ahí y entró en la casa.

Ahora caminaba por su habitación sin descanso, con la mirada fija en la costa de Cerdeña. Ahí estaba el asesino. La perra aulló día y noche. Por la mañana, la anciana le llevó agua en un tazón, pero nada más, ni sopa ni pan. El día transcurrió de nuevo. Felice dormía, agotada. Al día siguiente tenía los ojos brillantes y el pelo erizado y tiraba como loca de la cadena. La anciana todavía no le dio nada de comer. El animal, que se había puesto furioso, ladraba con voz ronca. La noche volvió a caer.

Después, la madre le puso la humeante ristra a modo de corbata al hombre de paja. La ató alrededor del cuello durante un buen rato, para ocultarla bien. Cuando acabó, soltó a la perra. De un formidable salto, la fiera alcanzó la garganta del muñeco y, con las patas sobre sus hombros, empezó a desgarrarla. Cayó con un pedazo de su presa en la boca para luego abalanzarse de nuevo. Hundió los colmillos en el esparto, arrancó algunos trozos de comida, volvió a caer y cobró impulso, sin descanso. Le arrancaba la cara con enormes dentelladas y le destrozaba todo el cuello.

Cuando consideró que había llegado el momento, la señora Saverini fue a confesarse y a comulgar con un fervor eufórico un domingo por la mañana. Luego, tras haberse vestido con ropa de hombre, como un viejo pobre y andrajoso, se fue, acompañada de su perra, en un pesquero sardo, que la condujo al otro lado del estrecho.

Tenía un trozo de morcilla en una bolsa de tela. Felice había ayunado durante dos días. En todo momento, la anciana hacía que oliera el delicioso aroma de la comida y la estimulaba. Entraron en Longosardo. La corsa iba cojeando. Se presentó en una panadería y preguntó por la casa de Nicolas Ravolati. Este había retomado su antiguo trabajo de carpintero. Trabajaba solo en la parte de atrás de su tienda.

La anciana empujó la puerta y lo llamó:

Él se giró. Y ella, soltando a la perra, gritó:

Luego permaneció inmóvil mientras Felice le escarbaba el cuello y lo arrancaba a pedazos.

La anciana volvió a casa por la tarde. Esa noche durmió bien.

FIN

Realizado por:Miriam Escudero Zapata Javier Fernández Egea Emeline Gines José María Hernández Vicente Marta López Martínez