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Coco
Carla Marnier
Created on April 29, 2019
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Transcript
Clara García Helena Montoya María Alcántara Carla Marnier Ana Hernández
coco
Grupo 6 presenta: Una traducción del cuento de Maupassant
La Métairie
SIGUIENTE
En toda la región, se conocía a la granja de los Lucas como «la Métairie». Nadie sabría decir porqué. Los campesinos, quizás, atribuían a la palabra «métairie» la idea de riqueza y de grandeza, porque esta granja, ciertamente, era la más extensa, la más rica y la más ordenada de la comarca.
El patio, inmenso, rodeado por cinco hileras de magníficos árboles para proteger los robustos y delicados manzanos de los fuertes vientos de la llanura, encerraba largos edificios cubiertos de tejas para conservar los forrajes y los granos, bellos establos de sílex, caballerizas para treinta caballos, y una casa de ladrillo rojo, que parecía un pequeño castillo.
El estiércol estaba bien cuidado, los perros guardianes vivían en casetas y un grupo de aves de corral circulaba por la hierba alta.
El animal, casi tullido, levantaba con dolor las patas, gruesas de rodilla e infladas por debajo de las pezuñas. Su pelaje, que nunca se almohazaba, parecía canoso, y unas pestañas muy largas le daban a sus ojos un aire triste.
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Y a menudo, a pesar de las órdenes del amo Lucas, economizaba en la comida del caballo, solo le daba la mitad de la cantidad, ahorrándose el jergón y el heno.
Cuando regresó el verano, tuvo que ir y mover al animal de su lado. Estaba muy lejos. El canalla, más furioso cada mañana, salía a paso fatigoso a través del trigo. Los hombres que trabajaban en las tierras le gritaban, en broma:
No respondía, pero al pasar rompía un palo en un seto y, tan pronto como había movido la atadura del viejo caballo, lo dejaba pastar de nuevo; luego, acercándose a traición, le azotaba los corvejones.
Luego se iba despacio, sin darse la vuelta, mientras el caballo lo veía irse con su ojo viejo, con las costillas salientes, sin aliento por haber trotado.
El niño aún se divertía tirándole piedras. Se sentaba a diez pasos de él, en una ladera, y permanecía allí durante media hora, lanzando ocasionalmente una piedra afilada al caballo, que permanecía de pie, encadenado frente a su enemigo, y observándolo constantemente, sin atreverse a pastar antes de que se fuera de nuevo.
Parecía que este miserable jamelgo le robaba la comida a los demás, robaba lo que tenían los hombres, el bien del buen Dios, e incluso le robaba a Zidore, que trabajaba.
Pero siempre este pensamiento permanecía en la mente del canalla
Entonces, poco a poco, cada día, el chiquillo disminuyó la cantidad de pasto que le daba moviendo la estaca de madera donde estaba situada la cuerda.
El animal ayunaba, perdía peso, se marchitaba. Demasiado débil para romper su amarre, estiraba la cabeza hacia la hierba alta, verde y brillante, tan cerca, y cuyo olor le llegaba sin que pudiese tocarla.
Sin embargo, una mañana, Zidore tuvo una idea: se trataba de no mover más a Coco. Estaba cansado de llegar tan lejos por este carcamal.
Incluso fingió cambiarlo de sitio, pero empujó la estaca justo en el mismo agujero, y se marchó, encantado con su invento.
Ese día no le pegó. Con las manos en los bolsillos, daba vueltas por el lugar.
Aún así, fue para saborear su venganza. El animal lo miraba con miedo.
El caballo, al ver cómo se iba, relinchó para recordárselo; pero el canalla comenzó a correr y lo dejó solo, completamente solo, en el valle, bien atado y sin una brizna de hierba al alcance de la mandíbula.
Hambriento, intentó alcanzar la hierba verde que tocaba con la punta de la nariz. Se puso de rodillas, estiró el cuello y alargó sus grandes y babosos labios. Lo que resultó inútil. El hambre lo devoraba, y la vista de toda la comida verde que se extendía en el horizonte lo hacía más insoportable.
El patán no regresó ese día. Vagó por el bosque para buscar los nidos. Reapareció al día siguiente. Coco, agotado, se había acostado. Se levantó divisando al niño, esperando, al fin, que lo cambiaran de lugar.
Pero el pequeño pueblerino ni siquiera tocó la estaca tirada en la hierba. Se acercó, vio al animal, le lanzó en la nariz una mota de tierra que se pegaba sobre el pelo blanco y se volvió a ir silbando. .
El caballo se quedó de pie de forma que todavía podía verlo, y sintiendo que sus tentativas para alcanzar la hierba vecina serían inútiles, se tendió de nuevo sobre el costado y cerró los ojos. Al día siguiente, Zidore no vino.
Cuando se acercó al día siguiente a Coco, aún tendido, se dio cuenta de que estaba muerto. Entonces permaneció de pie, mirándolo, contento con su obra, extrañado al mismo tiempo de que ya hubiese terminado. Le tocó con el pie, levantó una de sus patas y la dejó caer, se sentó encima y permaneció ahí, la mirada en la hierba, sin pensar en nada.
Fue a verlo al día siguiente. Los cuervos levantaron el vuelo cuando se acercó. Las innumerables moscas se paseaban sobre el cadáver y zumbaban alrededor. Volvió a la granja pero no dijo nada del accidente porque quería aún vagar en las horas en las que, por regla general, iba a cambiar de lugar al caballo.
FIN
Y la hierba creció tupida, verde, vigorosa, alimentada por el pobre cuerpo.
Al volver lo anunció. El animal era tan viejo que nadie se extrañó. El amo dijo a los dos sirvientes: —Coged vuestras palas, haréis un agujero ahí donde esté. Y los hombres enterraron al caballo justo en el lugar donde había muerto de hambre.